GAVIOLA EN EL PAÍS DE LOS NADIE

YO, PASTORCITA

 

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(Este cuentecillo está dedicado a mi “No-Hija”  Blanca, ‑Hijastra que dicen por ahí-  y que tantas veces se habrá sentido  “Pastorcita” en el teatro de la vida que le ha tocado vivir, privada de su madre desde su primera infancia)

 

 

 

II

¡YO,  PASTORCITA!

 

            Tendría yo por entonces seis o siete años; piernas flacas como  gallina de casa pobre, cuello estirado en una curva delgadísima y sin gracia, brazos excesivamente largos, colgando a ambos lados del cuerpo, casi hasta las rodillas, como pingajos recién escurridos, espalda huesuda, desgalichada y obtusamente inclinada hacia el suelo bajo un peso inexistente, pelo rojizo demasiado abundante y encrespado y, en general, un aspecto tan lacio y desgarbado que hasta mi madre, con ser mi madre, me miraba con auténtico desaliento viéndose incapaz de mejorar, con los vestidillos que me hacía, llenos de lacitos y perifollos, aquel desastre de criatura que la naturaleza le había dado por hija.

             Era, además, la NietaMayor de la única hija hembra de “La Señora” -¡tan buena ella para el pueblo, por Dios!- y, como tal, merecedora   indiscutida yo de ocupar, -¡faltaría más!- un puesto en cualquier acto o función que se celebrara en el teatrillo del Colegio, tan generosamente atendido por las periódicas dádivas de mi Abuela.

            Recuerdo que aquellas Navidades las buenas de las Monjitas proyectaron, con indescriptible entusiasmo inicial, montar un Belén viviente, sin sospechar siquiera las calamidades que les acarrearía su decisión. Y me resulta ahora casi imposible encontrar las palabras con las que poder dar una somera idea sobre el drama que se vivió por aquellos días  en la Comunidad Religiosa y en el Colegio entero.

            El entusiasmo inicial fue dejando paso a una creciente desesperación, según pasaban los días y se acercaba la fecha de la puesta en escena. Un impotente desaliento acosó durante semanas a las pobres Monjitas, intentando inútilmente encontrar para mí el papel exacto que, sin arruinar su funcioncilla, pudiera satisfacer el ofuscado orgullo con que mi Abuela, ignorando la evidencia, se recreaba viéndome exhibir públicamente mi lamentable desaliño.

            Los afanes de aquellas santas mujeres se convertían progresivamente en pecadora desesperación reparando en la inutilidad de su esfuerzo por probarme vestiditos de falso raso azul y alas de cartón, revestidas de pellitas de algodón, que alargaban mi ya desproporcionado cuerpecillo infantil y me transformaban  en un patético angelito con desgreñado pelo de panocha y ademanes desdichadamente desmañados.

            Pero, no era mi penoso aspecto lo peor en aquellos momentos. El desastre tomaba dimensiones de tragedia cuando tenía que anunciar la "buena nueva" a los pacíficos pastores, cómodamente desparramados por el suelo, en torno a un fuego simulado con papel de celofán rojo y palitos mal atados con alambre.  Tenía que hacerlo desde un taburete cojitranco, adornado con papel pinocho simulando nubes abolladas entre sus patas; y, sin poder remediarlo, acometía esta tarea sofocada por un irracional vértigo a la ridícula altura de tan provisional “pedestal”; temblando de pánico por no poder encontrar en mi terca mente desmemoriada el menguado texto asignado a mi papel; tartamudeando con voz chillona lo que podía recordar, y esforzándome hasta la fatiga por  guardar el equilibrio sobre aquel maldito taburete, desde el que agitaba convulsivamente los brazos en un torbellino de alas de cartón torcidas, algodón embadurnado de mi propio colorete y nubes de papel fatalmente disueltas bajo el peso de mis patéticas e irremediables caídas.

            Visto que la condición de ángel no era mi especialidad -la verdad es que mi auténtica especialidad ha sido siempre actuar como un desastre viviente- Sor Fidela, la Hermana Portera, sugirió, con su habitual candidez, la posibilidad -y conveniencia- de “cambiarme el papel”;  y allí se puso la Comunidad entera, desde la Madre Abadesa hasta la última Novicia, pasando por Postulantes y Profesas, a cavilar en la forma de contentar a la “Señora”  con tan mediocre “materia prima”, guardando al mismo tiempo un mínimo de dignidad para el Colegio.

            Era evidente que, con mi edad y las hechuras de mi cuerpo, no podía aspirar al papel principal: el de Niño Jesús, que, además de agasajar la vanidad de mi abuela por su propia importancia, hubiera sido el más adecuado a criatura tan poco dotada para la escena como yo, ya que su protagonista no tenía que afrontar otra tarea que la de estar tendido en la cuna, sonriendo y pateando al aire cuando se acordaba de hacerlo.

            De “Virgen”, nada de nada, a riesgo de que el parvulito que hacía de “NiñoJesús” rompiera a llorar a mitad de la función viendo cómo a su “madre” se le torcía la corona, espantaba a manotazos la estrella de platilla que se le metía en un ojo y se le caía el manto, dejando al descubierto los desairados mechones color zanahoria con que la había dotado la naturaleza. (Además -¡por Dios Santo y por San Rogelio…!-  ¿Dónde  se había visto una   virgen “pelibroza”?  -mascullaba la cursi de Sor Violeta, la de “Cultura General para Señoritas”). Y de “SanJosé”, o cualquier otro papel masculino, ¡ni de broma! Que la “Señora” tenía unos prontos en lo que tocaba a su nieta mayor que había que agarrarse el hábito para no correr el riesgo de incurrir en sus iras monetarias, que dejaban sin aceite para seis meses las lamparillas de Santo Domingo de Guzmán, la de  San “Antoño”, -y, de paso, la pobre alcuza de la alacena de las monjas-.

            Desde luego, ni pensar en dejar a “La Niña”  fuera de la función. El Colegio no sobreviviría a tal desatino.

            La verdad es que, aquellos gimoteos y quebraderos de cabeza que las Monjitas no se recataban en exteriorizar en mis narices, con los que lamentaban ruidosamente y sin un mínimo respeto para la caridad cristiana mis limitaciones artísticas, no me causaban la menor desazón y, lejos de encontrarme inquieta o humillada, lo que empecé a sentir fue verdadera lástima por aquéllas pobres criaturas de Dios, tan desesperadas, tan dependientes ellas de los hombres, de lo que los de fuera del convento quisieran darles, y que siempre estaban dispuestas a cualquier sacrificio para poder atender cumplidamente a sus benefactores aunque fuera a costa de su propio buen nombre.

            Al mismo tiempo, durante los accidentados ensayos, me iba acometiendo un profundo aburrimiento, ausente del más mínimo rastro de envidia, contemplando la gracia con que el resto de los niños se convertían en ángeles sonrosados y perfectos, molineras orondas, lavanderas relucientes o pastores embelesados.

            ¡Eso era! -pensé de repente, viendo a una de mis hermanas tendida en el suelo, envuelta en su escardada piel de borreguito, la cabeza apoyada graciosamente sobre su bracito regordete y soltando suspiritos dormilones desde sus mofletes redondos y satisfechos: Yo… Pastorcita.

            ¡Yo,  Pastorcita!

            Fui yo misma, en un rasgo de talento impensable en mí, quien finalmente resolví el problema que empezaba a ensombrecer hasta la cara de la mismísima Madre Superiora, siempre tan plácida y, sin embargo, últimamente, tan empañada durante los ensayos por unos sudores absolutamente impropios de la escasez de leña que sufrían las estufas del corralón miserable llamado “Salón de Actos”.

             -Madre: Yo no quiero alas; que, aunque fuera un ángel de verdad, se me iban a caer de todas maneras. Yo no quiero ser un ángel, Madre. ¡Yo  Pastorcita! Que los pastores se pasan la función acostados en el suelo hasta que llega el Ángel a contarles todo eso de mulas y bueyes y estrellas con cola; y luego sólo tienen que poner cara de tontos.

*

            Pastorcita fui en aquella función navideña, disimulando mis torpezas bajo una bien curtida piel de cordero; y Pastorcita he intentado ser muchas veces a lo largo de mi vida, para pasar inadvertida mientras escampaba alguna tormenta inesperada surgida de la boca de mis ángeles privados. O, simplemente, Pastorcita he tenido que ser a la fuerza: ¡Sentada y callada en un rincón del  escenario del mundo!  Mientras los demás, a mi alrededor, sin duda mucho más hábiles y dotados, se montaban su teatro lucido y triunfante.

            Y de Pastorcita he ido, poniendo cara de tonta cuando “los bellos  ángeles”, perfectamente ataviados con sus alas de cartón revestidas de pellitas blancas, han venido haciendo sonar sus voces en mitad de noches de pastores, a hablarme de niños que tiritaban de frío en portales abandonados y de promesas de alcanzar paraísos perdidos a los que se llega caminando detrás de la primera estrella que pase por el cielo vestida con traje de cola.

*

            Querida No-Hija Blanca: hoy he estado mirando una vieja foto de tu infancia, -apenas un bebé-, vestida de Pastorcita, y con cara de tener madre todavía. Y me he preguntado cuántas veces, desde entonces, habrás tenido que poner cara de tonta... a pesar de saberte el papel principal de la función mejor que nadie, porque tuviste que aprendértelo sola, sin maestra que te lo enseñase.

 

            Dime: ¿alguna vez tuviste que hacer de Pastorcita conmigo? ¿Cuántas veces fui para ti el ángel caído?

                   Con cariño de tu No-Madre.

   Gaviola de Aznaitín
Madrid. 3 de Noviembre de 1998

                                                                                                                                                                  

 

           

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