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In memoriam

Tantos lazos negros

 
 

No fue ni mejor ni peor que cualquier otro

Fue, simplemente, Padre

Y, quizá, amante...

 
 
     
 

5/2009

 

TANTOS LAZOS NEGROS

        Hoy, 1 de Febrero de 2009, domingo, hace 50 años que murió nuestro Padre.

        Hoy cuelgo en la puerta de mi web otro lazo negro.

        ¡Tantos lazos negros…!

Aquel 1 de Febrero de 1959 también era domingo, también llovía desconsoladamente; y la muerte nos llegó sin anunciarse; como un rayo caído antes de descargar la tormenta que pudiera justificarlo.

        A pesar de todo lo que he escrito en mi vida, nunca he escrito nada sobre la muerte de mi Padre, salvo unos versos cargados de afanes infantiles y JorgeManrriqueños, desabridos y ripiosos, que debieron extraviarse, como tantas cosas mías de las que han ido quedándose en algún rincón de las ya incontables mudanzas por las que he transitado arrastrando una desesperada querencia de quedarme a descansar en algún sitio, sin acabar de encontrar el hueco.

        Tampoco he escrito demasiado sobre esas mudanzas que comenzaron a fuerza de extravagantes raptos familiares, cuando aún no había cumplido un año de vida, y se convirtieron en algo tan habitual que tomé por costumbre tener siempre un hatillo listo con lo más preciso por si, como la muerte de Papá, llegaba el exilio de un minuto para otro.

        El neceser que me regaló mi Abuela cuando cumplí los seis años fue viajero forzoso, junto con la llavecilla que cerraba el estuche de mis secretos, hasta que desapareció, misteriosamente, de encima de mi cómoda, mientras estaba en el Colegio de las Carmelitas. El estuche debió formar parte del derribo de la Casa de Jódar cuando la tiraron. Lo guardaba en el entresuelo del proyecto de cuarto de baño sin agua corriente, junto a la azotea, debajo de una rasilla que logré despegar entre dos vigas del forjado.

Realmente, yo nunca tuve casa propia, pero he habitado más casas ajenas de las que soy capaz de contar. En todas ellas dejé mis mejores tesoros materiales, y algún jirón de mí que debe andar arrastrando sus cadenas de soledades y regresos por entre los fantasmas de sus paredes ya inexistentes.

        De repente, me doy cuenta de que esta Web mía es mi verdadera casa. Tiene una estancia para cada cosa: sus apasionadas alcobas para esconder entre sábanas de pergamino mis arrebatos hechos poemas en los que el amor no envejece; un comedor en el que un “camino de mesa” cambia de sitio, de la mesa al chinero, y del chinero a la mesa, dependiendo de las horas y de las hambres que me acometan o me abandonen. En sus salas recibo a las amistades a cualquier hora del día; en sus patios siembro bulbos de papel y flores pintadas, a veces en blanco y negro, y otras, las más, en colores tan chillones como esta agreste propensión mía a todo lo plebeyo. Hay montones de paredes para colgar palabras, que son mis cuadros predilectos.

Pero si algo me gusta es su zaguán, tan destartalado y anchuroso como aquél de la casa de Jódar, en la calle Méndez Núñez, 7, en el que montaba en bicicleta durante horas, con mucho cuidado para no atropellar el triciclo de mi hermana, que se privaba si el pedal aquel que se tenía suelto se le caía, y para no rozar el machón de la izquierda, por el que se desmoronaba el tiempo y el desgaste del corazón de la vivienda con un desgarro de tierra pajiza y de cantos mal asentados que ponían en peligro toda la casa.

Fue en aquella casa donde, un 1 de Febrero de 1959 murió él, después de tres días de agonía que no quiso remontar. Yo estaba en el Colegio, en Jaén, y cuando las dos monjas, apenas abierto el día, me pusieron a toda prisa el uniforme de gala, incluido el sombrero de fieltro y el cuello duro, y me metieron en el coche de alquiler, sentada entre las dos, supe que el destino de tan apresurado viaje no podía ser otro que el de una muerte en el Pueblo. Lo sabía porque unos meses antes habían vestido con igual apresuramiento y pulcritud a MariLolaGonzalez, la de Cazalilla, y, después que a ella se la llevaron, a nosotros nos bajaron a la Capilla a rezar para que a su padre, muerto de mala manera, no se le cerraran las puertas del Cielo por no haber tenido tiempo de arrepentirse de sus pecados.

Cuando murió el padre de MariLolaGonzález, todos los terrores del mundo cayeron sobre la camarilla de mis solitarias noches colegiales; yo no podría soportar semejante perdida. Cuando a mí me vistieron de huérfana, no fui capaz de encontrar el sitio en el que había guardado mis desesperaciones.

Simplemente, era como un clarión de yeso mal fraguado dispuesto a dibujar muchas rayuelas sin salida.

Mientras iba en el coche camino de mi pueblo, sentada entre las dos dolientes monjitas, cuyos rosarios superaban en murmullos el renquear del viejo vehículo, me sentí realmente importante: la Hermana Prefecta en persona me había comunicado que todo el Colegio rezaría ese día por la salvación de mi padre. Yo quise entenderle que rezarían para que se pusiera bueno, pero enseguida supe que las monjas de entonces no rezaban por los cuerpos, sino por las almas de aquellos perdidos que eran para ellas los hombres.

¡Hombre, pecado! –había sido la jaculatoria estrella que estábamos ensayando para el mes de las flores, dado el éxito que había tenido en la vigilia de la Inmaculada.

¡Dios quiera apiadarse de su alma pecadora! –me dijo la Hermana Prefecta.

No tuvo que decirme más; ni yo tuve alientos para hacer otra cosa que negarme a hablar, ni siquiera a pensar en que Papá había muerto. Ese silencio interno que me impuso una muerte tan prematura como brusca ha permanecido mudo durante los últimos cincuenta años, enroscado sobre sí mismo, como una serpiente que no quiera mudar de camisa.

A veces, en sueños, el cauteloso silencio se me desmandaba. Recuerdo uno muy especial en el que veía a Papá vivo, en otra casa distinta a la nuestra, justo la que estaba en la esquina de una de las calles principales de Jódar, y en la que vivía aquella bellísima mujer de la que luego encontré varias fotografías dedicadas en uno de los cajones de la mesa del despacho de mi Padre que ahora uso yo en mis tareas de Abogada de Familia.

En el sueño, Papá estaba sentado en el suelo, sonriente y con un gesto de infantil felicidad como no recordaba yo haberlo visto en vida, que lo transportaba a una lejanía insalvable entre él y yo. Lo veía orlado por un rayo de sol que llegaba desde su espalda y que a mí me deslumbraba, poniendo al descubierto todo el estupor que mi cara expresaba ante el amado des-encuentro. Pero entre mi Padre y yo, en aquel sueño que no he podido olvidar, había algo que no dejaba pasar ni palabras, ni acercamientos, ni comunicación alguna con la que pudiera gritarle que me había traicionado fingiendo una muerte tan dolorosa para mí cuando, en realidad, seguía vivo, aunque en otra casa.

Su gran traición fue morirse sin haberme dado tiempo a que me quisiera como yo lo quería; a que abandonara su “eres-más-infeliz-que-un-cubo” para ver en mí algo más que a una niña demasiado alta para la media, demasiado flaca para vivir en tiempos de sospechas tísicas y demasiado traída y llevada por cada uno de los que se creían con derecho a llevarme y traerme de casa en casa.

Por alguna razón que alguien seguramente podrá explicar, siempre he soñado con un padre vivo, pero inalcanzable.

Va siendo hora que le levante el toque de queda al silencio. 

Cualquier día de estos escribiré sobre mis peregrinajes de casa en casa, que los percibo dentro de mi dolor como pequeños funerales repletos de amados e inevitables difuntos: mis papeles, mis libros, mis cacharritos de barro, mis collares y mis sortijas adolescentes y quincalleros sacados de los puestos del serrín de las ferias, mis fotografías, las fotografías de aquellos primeros novios que nunca supieron que lo eran…

¡Mis cosas!

Hoy escribo de este otro silencio: la muerte de mi Padre.

Será porque, últimamente, cada vez más a menudo, tengo que pinchar en la puerta de esta casa mía que es mi web un nuevo lazo negro.

Es lo que tiene haber sobrevivido cincuenta años más.

Poder decir “hoy hace 50 años que…” lleva consigo tener que colgar en los balcones colchas blancas con un gran lazo de crespón en el centro, para avisarle al webcindario de que en esa casa se acaba de enterrar otra esperanza y acaba de nacer otro verso.

¡Tantos lazos negros…!

 

Gaviola en Marineda. En un 1 de Febrero de 2009.

 
     
  

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