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Mi Estimado Don AndrésOrellana:
Me han dicho hace unas
horas que la vida acaba de darte la última
cornada, pero desde dentro; a la altura del
bazo, o del páncreas, o de alguno de esos
entresijos que tenías bien guardadicos en
tus entrañas del hombre grande que eras.
Grande en hechuras,
AndrésOrellana, y grande en grandeza;
que difícil nos va a ser a los Jaeneros
encontrar a alguien con más grandeza que tú,
paisano. Ni más dicharachero.
Nuestro amigo Agustín,
-ya sabes: el Carolinense que me
traía y me llevaba noticias tuyas-, me dice
que, a finales de Enero, te echaste a
morirte con bastante menos ruido del que
hiciste en vida y, de repente, siento que se
me hace un vacío en el estómago tal que el
que se me hacía, allá por los años sesenta,
cuando echaba en falta en el paseo de mi
Pueblo al muchacho aquel que tanto me
descompaginaba las entrañas en los
atardeceres del Agosto.
Y, de repente, quiero
volver al tuteo. Porque no hay nada que
acerque más que la lejanía de la muerte.
Si no recuerdo mal,
antes de que tú y yo nos usteásemos,
hubo un tiempo en que nos tuteábamos como lo
que éramos: dos aprendices de la misma edad,
año arriba, año abajo, que, de vez en
cuando, a lomos de las camionetas de
nuestros Pueblos, nos alargábamos a las
ferias de los alrededores, a montarnos en
los cacharricos, a husmear entre turrones y
calabaza en dulce, y a lucir por mitad del
real, cual muletos bien enjaezados para la
ocasión con sus mejores aparejos: cancanes
recién almidonados nosotras, y pantalones
blancos de gabardina con polo azul marino
vosotros.
Luego, a la noche, si
la cosa pintaba suerte y no teníamos que
volvernos a nuestras casas antes de que
sonasen las horas de las carrozas de línea y
los cuentos de la Cenicienta, nos
alargábamos a echar unos bailes en la
verbena, que era la única manera que
teníamos entonces de arrimarnos a los
contrarios sin que se pusieran a despotricar
los que pugnaban por darle a la sangre
alborotada mejores salidas que las de la
autogestión solitaria (que tantos malos
ratos daban luego en los aledaños de los
implacables confesionarios).
Por entonces nos
conocimos, DonAndrés; yo, de Bedmar,
ese Pueblo que es como sus largartijas,
perezoso en maneras y siempre tendido
sobre los riscos, a la querencia del sol
poniente, debajo de su Serrezuela, que tanto
parapeto y tanto dejusto le ha
propiciado a lo largo de su historia. Usted
(por entonces, tú), de La Carolina. Pero de
las afueras; del pequeño bar, (o taberna, o
venta) de carretera, donde tus padres le
arrancaban al vino peleón, al pan y al
queso, las perrillas suficientes para
sacarte adelante, sirviéndole melindres a
los viajeros de La Pava, y hoyos de
pan y aceite con una almorzá’ de aceitunas a
los manijeros y a los peones que se
arrimaban a la taberna a calentarse los
sabañones en la lumbre de vuestra casa antes
de echarse al tajo de las helazones; o a
tentarle las tripas al botijo fresquito
colgado de la higuera del llano, para
calmarle la sed a los soles de la siega.
Por entonces,
DonAndrésOrellana, aún no existía el
complejo que se te ocurrió ir levantando en
torno al civanto del barecillo viejo,
ladrillo a ladrillo, gota a gota de tu
incansable sudor, hasta alzar de la nada ese
imperio hotelero-taurino que, a la altura
del km. 265 más o menos, de la A-4, cumple
con alguna de las mejores obras de
misericordia, y a lo bestia –como todo lo
tuyo-, dando de beber al sediento, ya sea
vehículo con el depósito vacío, ya sea
cristiano con el aliento en sequía, o dando
posada al peregrino a golpe de “Perdiz
Orellana” y “Paté de Perdiz” hecho an tus
fogones. O haciendo sonar el cencerro de tu
ganadería, DonAndrés, antes de que
Los clarines del miedo les metan el alma
ingles arriba a los torerillos que tú
apadrinabas, y el rejón de la muerte a las
cinco de la tarde a cualquiera de esos
pimpollos astados que criabas a yerba y
vergel. Casi a sus pechos.
¡Tanta trabajera,
DonAndrésOrellana, para acabar dejándola
a la trasera en un invierno mediado!
Tú y yo, DonAndrésOrellana,
gustábamos de compadrear, murmurar y
churretear de lo divino y de lo humano cada
vez que yo pasaba por la delantera de lo
tuyo y paraba a echar un ratico de
conversera.
Nos hablábamos de
usted, porque usted así lo quiso la primera
vez que nos vimos después de veinte años de
no volvernos a ver. Usted me contaba de los
políticos, de cómo le habían atajado la
entrada a sus instalaciones con las obras de
la autovía, y de cómo usted les había metido
lo menos cincuenta pleitos, a éste, a aquel
y al de más allá… Porque a usted, mi
estimado DonAndrésOrellana, nada se
le ponía por delante si de defender su
castillejo se trataba.
Usted sabía quién era
yo y lo que era. Pero nunca me quiso
encargar un pleito, porque a usted, a quien
tantísimo personal le había mandado siendo
chico, le gustaba ahora de mandarle a la
gente, pero, sobre todo, mandarle a los
abogados lo que desde su lógica cazurra y
sabia debían de hacer y dónde debían
tentarle en sus partes –políticas- a cada
quién; y ambos sabíamos que yo, acostumbrada
a mandar desde chica, no me iba a dejar
mandar; ni usted iba a consentir que se
agriarse nuestro recuerdo de muchachos por
un quítame allá ese pleito.
Y yo sabía que usted
ya no era aquel mozalbete de brazos
dispuestos a cualquier tarea con tal de
seguir levantando su poderío de toros,
dehesas, minas, gasolineras, hoteles y
toldetes, colgaduras y doseles granates y
remates amarillo albero, con los que se
empezaron a distinguir las lides de lo suyo
a las dos orillas de la A-4.
Y va usted y me cuenta,
el año pasado, que la suerte le tentó los
bolsillos, y que en un billete de lotería
que compró no sé muy bien dónde me dijo, le
había caído “el gordo”, y que, en después de
repartirle a los hijos una insignificancia,
estaba pensando en empezar a apadrinar no
sé a qué escritores jaeneros.
¡Hasta en el mundo de
las letras quería usted poner sus
gallardetes!
¿Se recuerda usted,
DonAndrésOrellana? Me dijo que, para
empezar, íbamos a convocar un congreso de
escritores principiantes, que –según usted
decía-, eran como toreros, pero con menos
sol y más hambre de luces-; y que “a luego”,
íbamos a crear un premio literario o algo
por el estilo, para los que tenían cosas que
contar de lo que a usted le gustaba: los
toros, los toreros y los que andaban
toreándole a los mandamás sus maneras de
“piojos revivi’os” como usted gustaba de
mentar a algunos munícipes y politicastros…
Comprenderá que no
puedo consentir que se haya muerto sin
cumplir la palabra que me tenía dada.
Claro que, bien mirado,
aún puede usted meterse en la tarea de lo de
los Escribidores rellenalibretas, y
dirigir la faena con mejor sitio en la
plaza que si esta corrida tuviésemos que
torearla usted y yo en las estrechas lindes
del tentadero de la vida.
Se lo digo, porque
ahora que debe estar usted por las alturas,
codeándose con Dios y con sus Santos, y
tiene mejores coyunturas para reclamarles
que le den a una servidora los alientos
suficientes como para rematar lo que usted y
yo pensábamos, puede pedirles a los de sus
alrededores que echen una mano. Porque si
las Alturas me lo consienten, eso que íbamos
a hacer usted y yo, va a misa. Y aún veo su
Hotel lleno de chupatintas escribiendo, en
algún congreso de verano, sobre lo humano y
lo divino que era usted, y lo tontorrón que
ha sido tirando la muleta sin dar el último
pase.
Pero permítame
indicarle, DonAndresOrellana de mis
entretelas, que si ha de entrarle a Dios, y
andarle haciendo la jarrica a alguien por
esos Paraísos donde sin duda ha sentado
usted sus reales bonhomías, no vaya usted a
arrimarse al Padre, que ya sabe usted cómo
se las gasta; que dejó al Hijo tirado como
una colilla cuando más precisaba de que no
lo abandonara entre tanto bandido como los
que se arrejuntaron en el Calvario para
rematarlo de semejante manera. Que anoche oí
en “el arradio” semejante reflexión y me
entraron escalofríos.
¡Usted, al Hijo! ¡Lo
que yo le diga! Que ése sí que sabe de cómo
somos el personal y cómo manejar apuros de
taberneros mal avisados. Y, sobre todo, es
de buen comer y buen beber como a usted le
gustaba; que si se recuerda usted de los
Evangelios, el Chaval abrió el tajo de los
milagros convirtiendo en vino aquel
lingotazo de agua llena de gusarapos que
querían endilgarle en mitad de un
casamiento, con la disculpa de que las
damajuanas se habían consumido de tanto
bebedor como había suelto por Caná. Si es
que, hasta para ser tabernero, y preparar
condumios, hay que tener oficio.
De paso, a ver si le
echa usted una ojeada y tienta usted el
décimo de lotería que llevo en la mochila.
Porque si toca, se lo juro por el último
becerro que nació en su dehesa el mismo día
que usted salió de naja: se crean los
Premios Literarios Andrés Orellana y La
Perdiz, y pongo al personal a dejar
escrito en papel lo que usted escribió a
golpe de sudor sobre nuestra tierra del
Santo Rostro que tanto, tanto amamos.
Gaviola en Marineda. En un 6 de Marzo de
2009
www.Magina-Magica.es
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