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Mª Socorro Mármol * Cati Cobas y otras Escritoras |
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INTRODUCCIÓN ALGO QUE DECIR
¿Dónde fue? Creo que en un libro de Doris Lessing –la feminista que nunca pretendió serlo- titulado MUJERES donde leí que alguien había visto a la entrada de unos servicios públicos la palabra “Señoras” tachada como con un trazo furioso y, debajo, se había escrito con trazos apresurados: ¡MUJERES! Es necesario llegar a cierta edad para tener perspectiva de las cosas, de las personas, del paisaje. He necesitado toda una vida para descubrir lo que significa ser mujer: Este continuo vaciarse de una misma para que sigan viviendo a tu alrededor…. Este ver pasar todos los barcos sin que ninguno sea el tuyo… Este perpetuo permanecer a la espera, junto a un mar continuamente cambiante, casi siempre traicionero, y siempre, siempre, regresando de sus oscuras correrías con la lengua turbia y humillada, lamiendo las arenas de la playa y dejando en ella rastros de su naufragio... De repente, descubrí que éramos muchas, muchísimas más, las Mujeres que teníamos algo que decir y quise unirme al coro de sus silencios escritos. Posiblemente, lo que tengamos que decir las mujeres ha sido dicho mil veces. Pero ¿alguien escuchó nuestras palabras, o simplemente se alimentaron de ellas? Al otro lado del Océano encontré un día a otra Mujer con la que no necesitaba palabras para poder entendernos. Y, sin embargo, Cati Cobas –que así se llama- tiene un bellísimo lenguaje, un almacén de palabras con las que, cada día, monta y ordena el puzzle de lo cotidiano en armoniosas crónicas de ida y vuelta. Llevo tiempo aprendiendo de ella. Creo que algo le he enseñado. Por eso, podemos empezar a escribir este Libro de MUJERES como si fuera un nuevo juego con el que entretener el tiempo de las esperas. Esa es la razón de este Libro conjunto, dirigido por quien esto escribe, Mª SOCORRO MÁRMOL BRIS y por CATI COBAS, y en el que participaremos SOLAMENTE MUJERES cuyos textos sean representativos de lo que Cati y yo nos proponemos. Gaviola
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Por CATI COBAS Sólo mujeres. Esbeltas y elegantes o deformadas por la maternidad y por la vida. Mujeres de piel tersa o piel ajada en inviernos muy difíciles. Mujeres sonrientes y mujeres pesarosas. Mujeres tímidas u osadas, gentiles, rezongonas, pícaras, preocupadas, producto de la risa o del agobio. Hoy, último día laborable de este año 2006, en mi barrio sólo veo mujeres. Con bolsas de la feria, con regalos, con niños colgados de los brazos o las faldas. Corriendo, dudando, preguntando, soñando, discutiendo. Parecen brotar de todas partes y llevar sobre sí la responsabilidad de muchas vidas. El calor agobia pero hay que preparar la celebración del Año Nuevo que en mi tierra todavía reviste carácter familiar, por lo menos en las clases medio media y también en la más pobre. En la feria hay paraguayas comprando mandioca para hacer chipá, bolivianas vendiendo las últimas bombachas (bragas) rosa que les sobraron de la Nochebuena o peruanas buscando limoncitos verdes y pequeños que, prácticamente, aquí no existen. Hay, también, alguna “gallega” hollando pimentón para su pulpo y aquella “tana” empeñada en ponerle piñones al pan dulce. Mujeres en la farmacia, negociando en cuotas la vida de los suyos, mujeres en el puesto de diarios, rezongando el crimen de la víspera. Y detrás de las ventanas del Barrio Cafferatta adivino mujeres que cocinan, limpian o tienden el mantel aquel que heredaran de la abuela o ése que trajeron ayer del nuevo “shopping”. Están las que vomita el subte, cargadas de paquetes, luciendo atuendo de secretaria o de empleada o las que conduciendo un coche nuevo deslizan su opulencia mientras hacen girar nuestra cabeza para adivinarlas tras el cristal espejado que las cubre. Aquella parece maestra jardinera en vacaciones: gordita y blanda con carnes de algodón y rizos rubios. Y la que cruza la calle y casi, casi, cae bajo las ruedas del camión de Coca Cola retrotrae a las musas del maestro Modigliani, a juzgar por su cuello longilíneo. Las hay de todas las edades: niñitas que cargan una Barbie y ancianas empleando el carrito de las compras como andador para sostener su desamparo, adolescentes que han tenido un hijo, y lo abrazan con ternuras recién amanecidas y señoras de su casa cansadas de pelar la papa (patata) número cien mil para el puré del “nono” (abuelo). Y yo, mujer al fin, me siento parte orgullosa de ese mundo. De madre hermana, tía suegra, nuera, patrona o empleada, amiga, maestra, médica o vendedora de verduras. Siento, por fin, que todas somos una, que comulgamos, juntas, con la sonrisa resignada a flor de labios en un: ¡Felicidades! extendido en un abrazo fértil mucho más allá de nuestro Parque Chacabuco hacia todas las mujeres de este mundo. Cati Cobas
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A todos los hijos del mundo. A todas las madres solas
NOTA SOBRE EL JUEGO DEL BINGO El Bingo, (o la antigua “lotería”), se juega con cartones en los que se contienen 15 números, (entre el 1 y el 90). Hay dos premios en cada partida, el de Línea, al primero que rellena una línea horizontal; y el de Bingo al primero que rellena la totalidad de los 15 números. Los premios se integran por un porcentaje sobre la cantidad recaudada de la venta de los cartones, siendo la línea un porcentaje mínimo y el Bingo el más importante. El premio de Bingo acumulado se integra por la reserva de un porcentaje de cada jugada que a veces consigue cantidades desmesuradas, y se lo lleva quien cante bingo antes de que se haya extraído determinado número de bolas, (entre las 40 y las 42).
I ENTRÓ en la sala con la disimulada urgencia de cada tarde. Le bastó una mirada para comprobar que la primera jugada estaba cubierta por las mismas personas que la noche anterior habían cerrado el local al borde de las tres de la madrugada, y se sintió reconfortada, casi como en familia. Le gustaba el ambiente a esa primera hora, cuando aún el cristal de las mesas se encontraba limpio de huellas que después se iban acumulando, a lo largo de la noche, hasta hacerse espesas y sólidas sobre sí mismas. Por otra parte, eran los únicos momentos en que el juego se hacía íntimo, casi místico; de verdaderos fieles intensamente entregados a su afán diario con toda la frescura y lozanía que el reciente descanso les había propiciado, y todavía sin el acoso de ese sordo temor al dinero gastado poco a poco en esperanzas inútiles. Compró un solo cartón para recrearse en la tarea de señalar los números con esmero y delicadeza, sin prisas por encontrarlos o por distinguir si tenía o no repetidos. Mientras tanto, se concentró en el pequeño placer del café con leche que, como cada tarde, se ofrecía gratuitamente a los primeros jugadores, y paladeó el pastelillo que lo acompañaba como si en ello le fuera la felicidad de ese día. Sabía sobradamente que aquella sensación de sosiego se acabaría a no tardar mucho, cuando llegaran los ruidosos bebedores de la noche, los jugadores incontrolados y vociferantes que ponían un punto de vulgaridad en los descansos, y quiso aprovechar la levedad entrañable del momento. En el panel luminoso parpadeaban los números según iban siendo cantados y verificó que permanecía intacta la cifra millonaria que la anterior madrugada había quedado, una vez más, como promesa de las venturas perseguidas en cada jornada. Ella sabía de sobra que no podía haberse cantado el Bingo acumulado porque fue la última en abandonar el local; pero, a pesar de saberlo, se recreó de nuevo en comprobar la cuantía mientras comenzaba, como siempre, la ensoñación de proyectos para cuando le tocara. Porque de lo que no tenía duda es de que algún día le tocaría. Por algo iba religiosamente cada tarde, a primera hora; y se administraba; y alargaba como podía el dinero hasta que se anunciaba por la megafonía lo de "esta-será-la-última-partida-de-la-noche". Por algo cada mes calculaba y recortaba gastos hasta el infinito para poder ser fiel a la obligatoria tarea diaria que se había impuesto. Era físicamente fatigosa y casi insostenible económicamente; pero sabía que ni aún ahorrando toda la vida lo que allí se gastaba cada tarde podría llegar a reunir la cifra que le ofrecía del bingo acumulado para ver cumplidos su sueños larga y penosamente acariciados. Al principio -de eso hacía ya meses- si la tarde iba mal y el dinero escaseaba, dejaba de jugar una o dos manos, entre partida y partida, sintiendo el corazón latirle, duramente en esas ocasiones, desde las sienes hasta la boca del estómago, cuando el cartón que le hubiera correspondido, vendido al vecino de mesa, y estrechamente vigilado por ella, empezaba a llenarse alarmantemente. Hasta que, una tarde, en la que había empezado a jugar a dos cartones animada por la inesperada abundancia de un mísero bingo cantado la noche anterior, decidió volver a su habitual y único cartón de siempre en el momento que el montoncillo de monedas empezó a reducirse con mayor rapidez de la deseada. Apenas empezaron a cantar, comprobó con espanto la celeridad con que se llenaba y emborronaba "su" cartón, vendido a la mujercilla gris y enjuta que tenía a su derecha. Cantó la mujer línea en la bola 11, lo que le causó un violento vacío en el estómago. Y, antes de la bola treinta, vio que el único número que quedaba por salir para completar el cartón era el 27. Ya no tuvo alientos nada más que para lanzar miradas desesperadas hacia los distintos monitores repartidos por toda la sala, en los que iban apareciendo los números antes de ser cantados. Cinco bolas después vio el 27 rodar sobre sí mismo, como una peonza enloquecida, burla cruel y torturante que le introdujo una nausea casi incontrolable en las entrañas, mientras que su vecina chillaba esperpéntica un bingo desgarrado y millonario. Controló como pudo las emociones enloquecidas que la trastornaron repentinamente y, echando mano de aquel dominio que le habían enseñado en el rígido y distinguido colegio de su infancia, felicitó a la escandalosa afortunada que ahora hipaba histérica, informando a toda la sala sobre sus miserables proyectos; y siguió jugando mecánicamente, como por obligación, sin emoción alguna durante aquella nefasta tarde, con la amargura infinita y paralizante de quien frívolamente destroza su propio futuro. Desde entonces, acudió a todos los trucos y medios a su alcance antes de dejar de jugar una partida o de cambiar el ritmo de juego iniciado. No había terminado aún el café y, cuando tenía la boca llena con el último bocado del pastelillo, la sorprendió una línea completada con tres números que salieron correlativos; así que levantó el brazo agitando el cartón enérgicamente, y pudo comprobar las ventajas de la escasez de jugadores cuando una de las vendedoras la relevó de cantar el premio haciéndolo ella con voz chillona que retumbó en toda la sala. Eran, apenas, seis euros los que venían a engrosar sus previsiones para aquella tarde; pero, buenos eran. Empezaba bien. El juego fue haciéndose monótono y, arrullada en el tedioso canto de los números, se entretuvo en repasar por enésima vez sus proyectos. Lo primero, pagar la hipoteca. ¡Eso lo primero! Era su sueño dorado, su deseo más desesperado y urgente: tener, por fin, SU casa, donde terminar de envejecer en paz y sin el miedo al asilo o el terror a la indigencia callejera. Recordaba su infancia con profunda nostalgia. Había sido tan hermosa…, tan ajena a cualquier escasez o problema…, tan abundante material y afectivamente, que le parecía mentira haber salido de ella con tan poca rentabilidad. No fueron buenos los negocios del padre, aquel hombre jovial y espléndido que la rodeó de infinita ternura. Y la ruina la dejó sin padre y sin herencia. Tampoco fue buena elección la de su hombre. Amor, sí hubo, sí; pero reconcomido por un escaso sueldo que todo lo enturbió; hasta que, cansado de fracasos, de reproches propios y ajenos, y profundamente amargado, decidió empezar una vida nueva en la que no había sitio para ella. Y le dejó como recuerdo del paso por su vida un hijo sin futuro, una pensioncilla menguante y una casa hipotecada donde, a duras penas, había podido esconder malamente sus amarguras acosada por el miedo permanente a que un mal encuentro con la pobreza definitiva le quitara lo último que le quedaba por perder: su casa. A duras penas pudo mantener la dignidad de su apariencia y de su vestimenta mediante una actitud lejana con el vecindario. Y, quitándose de la boca lo más preciso, consiguió dar estudios al hijo a quien se dedicó en cuerpo y alma desde la separación del marido. No supo bien cómo sucedió, pero el hijo dejó de ser un niño de un día para otro, tan deprisa que no le había dado tiempo ni a darse cuenta de que se quedaba sola. Ahora hacía un año que se había empleado, quedándose sin tiempo ni para dedicarle algún domingo. Se fue a la capital, y ya no volvía más que dos veces al año; pero era ley de vida, pensó con nostalgia, recordando cómo ella misma abandonó las visitas a su madre, empeñada como estuvo durante tantos meses en sacar adelante su obstinado enamoramiento. ¡El hijo! Un escalofrío hizo vacilar su mano cuando apuntaba el 81 al pensar en su hijo. Tan querido y tan lejano en la distancia y en la expresión de sus sentimientos. Cuando era apenas un niño, había sido ella misma la que había impuesto la norma de no "descomponer el gesto por arrebato emotivo alguno". Era lo que le habían enseñado. Le parecía de mal gusto exteriorizar los sentimientos hasta el extremo de rechazar fríamente al pequeño cuando se arrojaba a sus brazos alegremente y con violencia. Tantas veces había frustrado las caricias espontáneas y afeado los gritos de alegría del muchacho que, finalmente, había conseguido educarlo en una compostura rígida y sin fisuras. La misma que ahora le traspasaba el alma cuando a sus brazos tendidos el hijo respondía con un leve gesto lejano, desabrido y frío, carente de cualquier emoción, en las escasas veces en que se veían. El hijo quería casarse con una chicuela callada y distante, de pelo dorado y piel acalorada. El hijo estaba ahorrando para casarse porque no quería empezar su vida de matrimonio con las estrecheces que habían vivido sus padres, ni con la miseria en que andaba su madre por su mala cabeza. Alguna vez el hijo le había mandado un poco de dinero, -"para compensar", decía-. Y bien que le venía para su plan. ¡Si él supiera…! Porque, si le tocaba el bingo acumulado, después de pagar la hipoteca, ‑¡eso lo primero!- todo sería para el hijo. Para la boda del hijo. Para la casa del hijo. Para el futuro del hijo. ¡Otra línea! Distraídamente había cantado otra línea, esta vez de veinticuatro euros. La tarde se mostraba generosa, e incluso podía permitirse el lujo de comprar dos cartones durante un rato, pues, según sus cálculos, esa tarde había llevado dinero para jugar sin aprietos hasta la hora del cierre, y esta línea inesperada le daba para jugar una hora el día siguiente o para jugar ahora a dos cartones durante una hora. Recordó, sin embargo, con terror, lo sucedido el día de la mujeruca gris y acartonada que "le quitó su bingo", y decidió seguir el ritmo de un solo cartón ya que no podría mantener el juego de dos durante el resto de la noche. Luego, dos partidas más tarde, llegó el bingo. ¡Ciento setenta y cinco euros! Y eran sólo las nueve de la noche. Decididamente era su tarde. ¡Le vendrían tan bien estos dineros para reponer las menguadas provisiones de la alacena! –pensó-. Pero la comida no era una necesidad tan urgente; aún faltaban cuatro meses para que viniera el hijo por su santo y, para ella sola, bien podía pasar con el guisito de carrillada, patatas y zanahorias que se hacía cada tres días; y con las acelgas para la noche; para desayunar, la manzanilla que recogía junto al huerto del maestro, y que tan bien le sentaba a su estragado estómago, tomada con una rebanadita de pan finita… finita… Faltaba aceite, sí, pero prescindiría de él; que con la pringue de los menudillos y de la carrillada de cordero, ya era bastante grasa para sus viejas arterias. Jabón fino tampoco necesitaba hasta que viniera el hijo. Ella había aprendido de su madre, en los tiempos difíciles, a hacerlo con las sobras de aceites requemados y con sosa, y lo de menos era el olor siendo ella sola quien lo gastara; ¡mientras limpiara…! Además, hacía unas semanas que se había procurado unas cuantas pastillitas de Heno de Pravia en el lavabo de la cafetería de la plaza, un domingo en el que, a la salida de misa, se había premiado su soledad con un cafetito. Eso –pensó- no era robar. Era darse un miserable lujo. Así que sus necesidades más perentorias estaban cubiertas y podía jugar desahogadamente a dos cartones durante el resto de la noche. Ahora era más difícil perderse en ensoñaciones. No se perdonaría que se le pasase un número echando así a perder la dedicación de su empeño. ¡Era tan hermoso pensar que los días de estrecheces se acabarían antes o después...! Quizá aquella misma tarde que tan bien estaba presentándose. El 35… Su número de colegio. Le gustaban los cartones con este número que siempre le recordaba los benditos días de la adolescencia. No comprendía eso de la edad difícil y los problemas de los quince años. Ella había sido tan feliz en el colegio como no recordaba haberlo sido después, salvo el día en que nació el hijo. Habían sido aquéllos días dorados: la salida del pueblo y el deslumbramiento en Madrid; años suaves, embelesados por la música de “José-Luís-y-su-Guitarra, del Dúo Dinámico, de Los Platers…, de los guateques y del "pikú"... Todo tan ingenuo y entrañable, tan nuevo y tan brillante para un alma campesina como la suya. Y aquel chico; ¿cómo se llamaba? ¡Emilio! Eso es, Emilio. Nunca volvió a sentir las emociones que el solo y fortuito roce de sus manos le causaban durante aquel verano, en la vereda del balneario; los festivos baños en el río en mañanas radiantes e irrepetibles. Las tardes arropadas en cálidos ocasos; y los paseos por la carretera al anochecer, refugio de primeras caricias al amparo de la oscuridad, mientras que el valle se iba engalanando con líneas sofocadas y luminosas, rastrojos quemándose con la fresca llenando el aire de olores inolvidables... El 49... negro número; que el mismo día en que cumplía esa edad la dejó el marido sin concederle siquiera el consuelo de un porqué. Pero ya no dolía; el amor había muerto posiblemente bastante antes. Y el terror a la soledad frente al mundo, que le apretó las entrañas durante unos meses, había ido cediendo cuando vio que, mal que bien, iba sacando adelante al hijo. ¿Ella? ¡Qué importaba ella! Bien pensado, uno es importante mientras hay alguien que así lo crea; y ella ya no tenía sitio en el corazón de nadie. El 2... ¡Qué sugerente se le hacía cada número! ¡El 2!: ése es un buen número y lo llevaba. ¡El dos! La sociedad está pensada para dos. Uno puede salir adelante sólo; pero está pensada para dos. Si no eres “DOS”, no tienes sitio en la mayoría de las fiestas, ni tienes por amigos a parejas que, si te llevan, van como cojas; ni cuentan contigo... Siempre parece que estás de más. ¡El dos! Dice Carmita que siendo UNO tienes mejores oportunidades y que te llaman a muchos sitios para emparejar a desparejados; pero yo sé lo que me digo: que si eres UNO te llaman cuando tienen otro UNO que necesiten parear para que les quede bien el ambiente juntando a DOS. ¡En fin...! Siempre puede haber otro UNO desparejado y... ¿Pero, en qué estaré pensando yo a estas alturas…? ¡Tonterías! ¡A ver si va a resultar que la vejez me convierte en una calentona…! -¡BINGO! El inesperado grito la sobresaltó, sacándola de sus cavilaciones. ¡Vaya! Ahora que me quedaban tres y creía que iba bien, van y cantan. No importa; todavía son las once, y me quedan horas suficientes para poder cantar mi bingo acumulado. Pediría un cafetito, que tengo el estómago estragado; pero un café es un cartón, quizá el cartón definitivo que no puedo perderme. Lo dejaré para luego. Cuando, a las once y cuarto, cantaron línea, se quedó mirando a la pantalla con turbada obstinación. Allí estaba expuesto el cartón de la línea en el que sólo quedaban cuatro números por tachar. ¡Y estaban en la bola veinticuatro! Así que las probabilidades de que cantaran el acumulado eran tan altas como intenso era el terror que la asaltó. Si el afortunado y desconocido propietario del cartón de la línea cantaba el bingo acumulado -“SU acumulado”- tendrían que pasar aún muchos días antes de que llegara a juntarse de nuevo la cifra que ahora había, y sus proyectos se retrasarían más allá de lo que sus disponibilidades económicas le permitirían aguantar hasta que cobrara su pensión y los trabajillos de cuidar a los niños de la “vecina-enfermera-de-noche” que dormía por la mañana. Apuntó los cuatro números que le faltaban al anónimo intruso en el borde de su propio cartón, y comprobó que dos de ellos los llevaba ella misma. Por una vez en su vida deseó con todas sus fuerzas que no salieran sus propios números, y siguió el juego con el hilo de sus ensoñaciones bloqueado por la tensión del desastre que se anunciaba. El siguiente número era uno de los cuatro que le quedaban al cantor de la línea. ¡TRES! quedan tres números nada más y vamos por la bola veintiséis. ¡Dios mío! ¡La hipoteca! ¡Su casa! ¡Y el hijo! Otra vez la incertidumbre y la espera; ¡tanto sacrificio para nada! El 5..., no es, no es tampoco éste… La bola treinta y cuatro; el 16... éste sí. Quedan dos; ¡Oh, Dios mío, sólo DOS! Que no salgan, Dios mío, que no salgan... El 53...; el 90... ; el 81; -un sudor helado se le instala en la nuca y le provoca un escalofrío-. El 87.... Falta una; una sola bola, y no cantará el acumulado.... ¡El 1! ¡Por fin! Ha pasado la bola cuarenta sin que salieran ni el 13 ni el 17. De nuevo la esperanza disuelve la rigidez de su pálido y contraído rostro y, de repente, le acometen unos profundos deseos de abrazar al fracasado jugador. También repentinamente siente que el hambre le atenaza el maltratado estómago que sólo ha recibido una manzanilla y un poco de pan desde esa mañana. Al terminar la partida -se promete a sí misma- pedirá una bolsa de las pequeñas de patatitas fritas como compensación de tantísimos nervios. * * * II Las partidas se sucedieron con mayor rapidez de lo esperado, y un par de "jugadas extraordinarias" de seis euros el cartón menguaron con saña sus fondos. Sin embargo, no podía ya dejar de jugar dos cartones en cada partida a riesgo de sufrir por segunda vez -y posiblemente definitiva- la triste experiencia de la mujeruca gris. Una sorda y recurrente angustia comenzó a recorrerle el estómago; se encogió apretándoselo con su brazo izquierdo -decididamente era su parte más débil y necesitada-. Miró con alarma sus reservas reducidas a un montoncillo de monedas y dos billetes y sintió una vez más el conocido desamparo propio de otras muchas tardes en que sus desvelos parecían no tener fin. Tres partidas más tarde se hizo evidente su sufrimiento interno en un leve temblor de las manos. Era el momento que Magrajo esperaba siempre agazapado tras sus ojillos de lince, jugando un cartón muy de vez en cuando por disimular, y vigilando con astucia a quien se quedaba sin dineros antes que sin ganas o sin necesidad de jugar. Distinguía los síntomas, como conocía los sueños y los afanes de cada jugador de aquella sala en la que él se sacaba el miserable pan de cada día con metódico esmero, con hábiles préstamos y con calculados tratos oportunistas. Ya en otras ocasiones había socorrido a la "Doña" –como él la llamaba- de sus achicamientos dinerarios. Cuando se acercó a la mujer, ésta pareció respirar con reprimido alivio mientras le decía distraídamente: -Hoy, Magrajo, no he traído más que la sortija que me regaló "el contrario" el día de la boda; y… tampoco le tengo mucho aprecio. -Y la crucecilla esa, Doña, que también vale -le murmuró con estudiada delicadeza mientras señalaba con su índice artrósico y renegrido la garganta de la mujer . -La sortija sólo, Magrazo –respondió cortante-; que la crucecilla es regalo del primer sueldo del hijo y ésta no me la juego. -En ese caso, buena es la sortija en siendo de oro. Ya sabe, Doña, que hay que distraerse; y que yo, por ayudarle en lo del hijo, lo que sea. Aquí tiene TREINTA –dijo con énfasis teñido de estudiada complicidad, ofreciéndole los billetes a la mujer por debajo de la mesa con disimulo. -Valer, vale más de ochenta, Magrajo, y tú lo sabes -le contesto ella sin levantar la mirada. -Eso será de día, Doña, y sin pago a domicilio como aquí -respondió el hombrecillo aparentando humildad. -¡Bueno está, hombre de Dios; bueno está! Que por dinero yo nunca he discutido. -Que es usted muy Señora, Doña. ¡Por éstas son cruces! –Y se llevó a la boca la mano derecha con los dedos pulgar e índice cruzados toscamente, como si fueran dos pequeñas garras usureras y perjuras. El hombre le entregó en dinero con discreción. Ella se sacó la sortija del dedo sin demasiada dificultad y la dejó encima del cristal de la mesa sin atender al movimiento de las manos de Magrajo. Luego, los dos guardaron silencio. Él se retiró de la mesa discretamente, buscando con los ojos el cierre de otro trato con que acabar el día. Ella siguió jugando envuelta en la marejada de sus recuerdos dorados y sus miedos inminentes. Hasta que, a eso de las tres de la mañana, en la penúltima partida de la noche, cantó, con voz estrangulada, y con el corazón puesto en el nombre del hijo, el bingo acumulado que tanto había esperado y que tanta hambre había sedimentado en sus entrañas; ¡el de los NOVENTA MIL EUROS! * * * III Poco era lo que a aquellas alturas quedaba por pagarle al Banco de la hipoteca de su entrañable casa después de haberse pasado toda la vida ajustando las cuotas mes a mes. Con menos de seis mil euros, la canceló. Lo demás, para el hijo, que vino a verla de forma inmediata, nada más conocer la noticia de la oferta materna, sin poner esta vez por delante a la novia ni echarle cuentas al trabajo y a lo que iban a descontarle. Ella lo recibió con los ojos enrojecidos, pero no por el sueño acumulado en cada noche, como otras veces, sino de tanta lágrima contenida y liberada por fin durante toda la madrugada, mientras paseaba su alegría por el escaso recinto de su casa acariciando fervorosamente las paredes, ¡POR FIN SUYAS! Después de tantos años de temores cada vez que se acercaba el vencimiento de un recibo de hipoteca siempre al límite de sus escaseces. El hijo no podía quedarse a almorzar. –Sólo el desayuno, madre; que esta tarde hemos pensado en ir a ver los muebles y no quiero hacerle esperar a Carmen- Había dicho con voz urgente. Le sirvió al hijo café caliente del bueno, negro y aromático; de ese que no entraba en su casa desde hacía años; recién comprado. Mientras él se lo bebía a toda prisa, sin pararse a tomarle el gusto a aquel lujo, ella fue poniendo encima del mantel hasta el último euro, sin retirar siquiera para llenar la alacena, porque, a fin de cuentas, el hijo se iba y para ella sola poco necesitaba ya; su tarea había terminado. Ya no tendría ni el recibo mensual de la hipoteca ni el gasto de los cartones de bingo de cada tarde. Su empeño estaba cumplido. * * * El hijo apenas pudo terminar de beberse el café antes de irse. Esa misma tarde tenía sus planes hechos. Y, al día siguiente ‑dijo- lo esperaban en casa de su novia para ayudarle a sus suegros a solventar unos problemas bancarios y no podía fallarles a unos viejos que confiaban en él como en un hijo propio. Que para eso estaba la familia: para sacarse de apuros. * * * Aquella maldita carta llegó antes de terminar el año. Y con ella se le acabaron las pocas ganas que le quedaban de seguir respirando. ¿Acaso no le habían quitado un buen pellizco de impuestos antes de entregarle el talón de los siete millones del premio? ¿Acaso no se había gastado ella en dinero y en sueño su pensión y sus ojos? ¿Qué era aquello de la declaración de la renta? ¿Qué era lo de los ingresos irregulares? ¿Qué tipo marginal...? ¡Y lo de la retención de la donación al hijo...! ¡Pero si era dinero salido de su propia sangre y ganado para el hijo...! Recorrió ventanillas; rogó como nunca su orgullo de “gente-bien-venida-a-menos” le había permitido hacer; imploró en los altares en silencio lo que no se atrevía a demandarle al hijo después de que, al insinuarle su drama por teléfono, se limitara a increparle agriamente gritándole antes de colgarle “que ella sola se había buscado el lío y que se apañara ella sola, porque ya no sabía más que hacer tonterías". Por mucho que pensaba y calculaba, no le salían las cuentas. Lo que tenía que pagar engordaba cada día. Eran aquellos chocantes impuestos, más la multa por no declarar el bingo acumulado, más los intereses de demora, más... Más lo de la retención de la donación que ella pensaba que le pertenecería pagarlo al hijo pero... ¡Más otros intereses más! ¡Más..., más...! ¡MENOS! * Acabó convenciéndose de que nadie, ni del cielo ni de la tierra, le echaría una mano esa vez. Por eso, antes de que le embargaran su casa, sacó una hipoteca nueva, que el Director del Banco le calculó para que le quedara algo que poder ahorrar de su pensión cada mes; aunque fuera una miseria. El caso era poder comprar algo rico de comer para cuando viniera el hijo por Navidades. * IVAhora, por las noches, acostumbrada como estaba a dormir poco con la tarea del bingo, se desvela. Entonces, echa cuentas de todos los plazos que tiene que pagar con la nueva hipoteca y de todos los años que aún deberán pasar hasta que la casa esté segura. Y se inquieta pensando que no podrá ser ella quien acabe de pagar tantísimo recibo. Hasta en eso le va a fallar al hijo: mira que no alcanzarle la vida para poderle remediar el asunto… Su última pena -piensa- será morirse dejándole al hijo la carga de una casa con una hipoteca superior a la que tenía cuando empezó lo del bingo… Y todo -se reprocha en silencio- por perseguir como una loba en celo aquel maldito bingo acumulado. -Era para poder acercarle algo a las necesidades del hijo ‑trata de justificarse en voz alta que retumba en una alcoba demasiado vacía, demasiado fría para este invierno que empieza-. Pero debería de haberme enterarse primero de que todo. ¡Es que no podía haberle preguntado al hijo que sabe tanto de eso, como hacen sus suegros…! -Lo que pasa es que una es una ignorante…, una vergüenza para el hijo que está abriéndose camino con la carga de semejante madre encima de sus espaldas. -Hasta el sudor hay que compartirlo con los de Hacienda ‑vuelve a murmurar en voz alta-. Hacienda es una mala madre: o la alimentas con tu sangre o la Hacienda se come tu propia casa. ¡Bingo! –grita ahogando un sollozo… ¡Bingo! ¡Un bingo en cuya faena se dejó las mejores tardes de su vida! ¡EL BINGO! * V El invierno se anuncia demasiado largo para poder resistirlo en soledad hambrienta. Seguro que el hijo no querrá venir a contemplar el estropicio.
-Tiene razón el hijo –murmura, ahora muy bajito para no tener que oírse a sí misma, mientras cierra los ojos cansados en medio de la oscuridad de la noche vacía-. Los huesos se le hielan igual que el último pensamiento que le alcanza antes de descolgarse sueño abajo: -Tiene razón el hijo –repite- Ya no sirvo para otra cosa que no sea hacer tonterías.
Roma. Marzo 1997 MARINEDA 1/08/2007 |
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Por
Carmen Amaralis Vega Olivencia
Se mira y no se reconoce, han sido manos ajenas las que le han ido dando forma. En la bruma de sus recuerdos, de vez en cuando, aparece la imagen de una niña-mujer acostada en su lecho, sintiendo un vértigo en el centro de su cuerpo, mientras aquellas primeras manos bordeaban el contorno de sus labios con la piel suave de la punta de los dedos. Así descubrió su boca, así supo que un flujo eléctrico podía apoderarse de su piel y retorcerla sobre un cuerpo extraño que decía amarla. Conoció aquellas manos de artista que supieron, con maestría, construirle cúpulas inmensas sobre sus senos pequeños, y levantar catedrales sobre su pecho. Aquel hombre-artista levantó glaciares, murallas, rascacielos con su frágil piel de seda, y deslumbró su vida, entre viajes y academias, entre genios y libros, con toda la belleza que un artista puede ofrecer entre sábanas y besos. Pero todo acaba, y los mosaicos, las catedrales y el afán de sabiduría se convirtieron en pesadilla de soledades entre páginas amarillas sin vida propia. Luego llegaron las noches de tambores y risas, de carcajadas bajo palmeras y arenas calientes. Fueron las caderas las que ardían en fuego con las palmadas frenéticas de unas manos grandes y rudas, fuertes y morenas, arrebatadas en la rumba loca de la vida. Y la mujer conoció la pasión brutal de las noches de brujerías y pasiones recias. Con fuego le marcó su alma, y clavó la lujuria en su mirada. Pero el cuerpo se cansa y las pasiones mueren con el frío de las lunas nuevas, y la noche volvió a sus silencios, y las tinieblas del dolor arrancaron la piel, dejando un deseo de paz subir por las piernas lentas y los brazos extendidos. Ya no esperaba más, satisfecha construía ahora sus propios templos, y tejía un bordado de paz sin esperanzas. En las tardes largas subía las colinas para mirar a lo lejos una extraña luz que la llamaba. Escribía sobre la piel los recuerdos, y colocaba en su cajita de bronce los silencios. Pero una voz de tierra la despertó a la ilusión, musitándole al oído un poema:
"Una mujer sin compasión me dijo: -Sírvete de mí lo que quieras, y tanto me serví que hoy nubla mi razón. No sé si vivo fuera o dentro de su corazón.”
Este hombre-hierba-raíz, este hombre-patria, bandera, vértigo de Sierra, manantial fresco, flor silvestre, la arrastra entre olores de miel y de canela, la humedece con las aguas tibias en tardes de brumas y quimeras. La dobla con la calma, reclinada en su hombro. Va pintando con pinceles finos cada poro, y secando sus lágrimas de poeta. Este hombre–duende reconoce y acepta a la niña-vieja cubierta de tatuajes, que sabe reír y llorar, cantar y maldecir sobre el estiércol y las flores que le ofreció la vida. La magia del duende la envuelve, mas no sabe si vive fuera o dentro de su corazón.
Carmen Amaralis Vega Olivencia www.carmen-amaralis.com |
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