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GAVIOLA EN EL PAÍS DE LOS NADIE

ABECEDORA

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III

 

ABECEDORA

         La primera vez que tengo verdadera conciencia de haber hablado de lo mío con  ABECEDORA –aparte de nuestro encuentro cuando lo de LA NACENCIA-, fue allá por los años 50, cuando lo de los Juegos Florales de la feria de Al-Matmar[1]. Tendría yo por entonces unos diez años, porque papá murió antes de que cumpliera los catorce, y recuerdo esa visita del Hada –si es que merece tal nombre- como algo muy anterior a su muerte.

          Acabábamos de sentarnos a la mesa, y tanto mis hermanas como yo esperábamos ansiosas el final del “parte[2]”  para recuperar nuestro derecho de palabra.

           Mi padre, como siempre que escuchaba el noticiario, parecía totalmente ausente a todo lo que no fuera aquel voluminoso aparato de radio, del que salían, junto con noticias que en nada me interesaban, un conjunto de murmullos, pitidos y cruces de músicas y palabras que se colaban hasta el fondo de mis oídos, y sobre las que la gente en el pueblo andaba diciendo que las tales interferencias eran cosa de los comunistas y de los anarquistas para fastidiar las noticias.

          Mi madre repartía poco a poco, minuciosamente, el sopicaldo del día, midiendo con cuidado cada cucharada para igualar todos los platos, menos el de mi padre, que siempre procuraba llenar con generosidad en un mudo gesto de ternura nunca expresada.

                Nada más comenzar los primeros compases del Himno Nacional, que señalaban el final de las noticias, lo solté atropelladamente, temiendo arrepentirme, como siempre, si no lo hacía público cuanto antes:

             -Me voy a presentar a los Juegos florales.

             Del lado de mis hermanas  llegaron unas mortificantes risitas contenidas y agudas, pero estaba preparada para ellas y las ignoré dignamente sin replicar. Sin embargo, algo se me encogió en el estómago viendo la cárdena reacción de mi padre:

             -¿Queeeé?

             Su cuchara permaneció suspendida en el aire durante unos segundos, a mitad de camino entre el plato y la boca. ¡Silencio! Luego la dejó caer sobre el plato provocando  un surtidor de fideos volanderos, y repitió:

             -¿Queeeeé?

             Realmente, aquel hombre me causaba unpánico permanente. Él, que para mí era como un héroe siempre enojado por mis torpezas, tenía el poder de llevarme a los más encontrados sentimientos: entre el amor sin límites y el miedo; entre el resentimiento y el miedo; entre la admiración y el miedo; entre la rebeldía nunca aflorada y el miedo. Sobre todo el miedo. Miedo a que no me amara, a que me despreciara, a que me sometiera, a que me mirara con aquellos ojos semicerrados, de los que salía una luminosidad indescriptible. A que me repitiera, una vez más, entre dientes, y arrastrando las palabras como un silbido de sierpe, su frase favorita:

             -¡Eres más infeliz que un cubo!

             Sin embargo, aquella vez estaba resuelta a empezar “mi vida pública literaria”.  Así que, desafiando por unos segundos la mirada feroz que me dirigía, repetí en voz baja e insegura:

             -Voy a presentarme a los Juegos Florales de la Feria.

             -Pero, ¿es que pretendes que todo el pueblo se ría de MÍ? -Y ese “MÍ” llenó el comedor de una presencia única que todo lo ocupaba, lo llenaba y lo consumía.

                                         ¡MÍ!

           Mi madre terció, poco conciliadora, con un “haces bien” dirigido a mí, que tuvo la virtud de exasperar definitivamente a mi padre. Ambos aprovecharon la nueva ocasión que el destino les brindaba para volver a lo suyo: acometerse mutuamente, a gritos, acusándose por enésima vez de todo lo que se venían repitiendo desde el comienzo del mundo, tomándome a mí como arma arrojadiza.

             -Tu hija es tonta y no tiene remedio -decía él-.

             -Tú estás volviendo loca a tu hija con tus continuos reproches. No hace nada bien. Nadie hace nada bien para ti en esta casa. Eres “Don-Perfecto”.

             -Tu hija es el segundo tomo de tontaina entre las tontainas -gritaba él.

             -Tu hija va a acabar por no moverse de un rincón para que así la dejes en paz.

             Los dos seguían allí, sentados a la mesa, gesticulando, vomitando todas las frustraciones nacidas de las escaseces reinantes en aquellos años, disfrutando de su discusión, que era su única abundancia, en un rebote regular y sincrónico de acusaciones cruzadas que, por la experiencia que teníamos, duraría aún un rato. Así que mis hermanas y yo nos fuimos levantando con cuidado, dejándolos enzarzados en su interminable tarea de desahogo gratuito.

            Ellas se fueron a la calle y SU hija -de ella y de él- o sea, yo mismamente, me fui a la mesa de camilla y seguí copiando, en el pliego de papel de barba, bajo el que había colocado una plantilla rayada para no torcerme, el poema dedicado a la Patrona de Al-Matmar:

 ¿Que ha venido a Al-Matmar
y no has visto su tesoro?
Pues venga, que si usted quiere
yo se lo enseñaré todo.

             -En la vida he visto algo peor -oí a mi espalda-.

             Por un momento me quedé anonadada. ¿Quién se había atrevido a leer por encima de mi hombro? Aquella voz no pertenecía a ninguno de los miembros de la familia. Me volví, y allí estaba, vestida con una especie de camisón descolorido y andrajoso, sentada en la mecedora de mi madre, frente mi silla, desde donde era evidente que no podía leer mi poema.

             -¿Y tú qué sabes? -le espeté, pasando por alto la anomalía de su presencia.

             -Pues, ya que me lo preguntas -contestó con petulancia-  te diré que bastante. Por algo soy el Hada de las Letras y de los “Letraheridos”.

             -¿Un Hada, tú? Échale una miradita a mis “tebeos” de “AZUCENA” y verás cómo las hadas de verdad llevan túnicas brillantes, gorros puntiagudos con seda colgando y varita mágica para conceder deseos. No creo que tú, con esa pinta de bruja, seas un Hada verdadera.

             -¡Pues te lo he demostrado, rica! Habrás comprobado que he leído ya tu poema sin mirar tu cuaderno.

             -¡Venga ya! Seguro que has visto por detrás de mí.

             -¿Qué te  apuestas a que no?

             -¡Lo que me quedaba por ver! ¿Es que las hadas hacen apuestas?

             -¡Pues claro! Las hadas, cuando tenemos que demostrar que somos hadas, hasta hacemos apuestas.

             -De acuerdo. Te apuesto mi recortable de CIRILITA a que no haces algo de lo que hacen las hadas.

             -Y, según tú, ¿qué es lo que hacen las hadas?

             -¡Pues algo mágico!

             -¡Hace! ¿Qué tal si te recito el resto de ese bodrio de poema que tienes escondido en la parte de atrás de la  libreta de deberes?

             -Eso es muy fácil. Seguro que ya lo has leído antes, te lo has aprendido, y ahora te las das de hada.

             - Me lo estás poniendo difícil. Eres más cerril de lo que pensaba y más incrédula que que el mismísimo diablo ‑dijo con una voz que me recordó dolorosamente las diatribas de mi padre-. Pero se me ocurre algo: en vez de recitar tu asqueroso poema, lo voy a escribir sobre mi vestido sin leerlo.

             En ese momento, sin poder evitarlo -¡más infeliz que un cubo!-  centré mi atención en su  amplia y fea túnica sobre la que surgían, dibujadas, multitud de letras mayúsculas y minúsculas, de distintos colores, formas y tamaños, sin orden aparente alguno salvo las que en forma de media luna menguante llevaba en el deshilachado escote donde se leía:

 ABECEDORA

             Me quedé mirando atónita aquel conjunto de letras, tratando de encontrarles algún significado, y comprobé, entre admirada y horrorizada, que, repentinamente, las letras de la túnica giraban y se perseguían unas a otras, en mitad de aquel desorden sin sentido, como si lucharan entre ellas por encontrar un lugar adecuado, empujándose y mordiéndose, resbalando o sujetándose a los ribetes de sus vecinas, sacudiéndose o esponjándose y arrellanándose hasta quedarse quietas. Y, de pronto, ante mi estupor, ¡allí estaba!, bajando desde las abundantes curvas del pecho del hada hasta la oronda caída del vientre, escrita sobre la túnica de la desaliñada mujer que decía ser un hada, la segunda estrofa de mi poema:

 No, no se trata de plata
ni tampoco busque el oro
la Virgen de las Retamas
es nuestro mejor tesoro.

             -¿De...d..e verdad eres un hada? -balbuceé, trastornada, con un hilo de voz-.

             Vi que la mujer se balanceaba suavemente en la mecedora de mi madre. Escuché el sonido adormecedor del balanceo…            

                Cloc...cloc, Cloc...cloc.

             Y oí que, con voz burlona, me contestaba:

             -¿Me crees ahora? –decía, mientras se señalaba, vanidosa, el nombre-. Sí. Soy ABECEDORA, el Hada de las Letras y de los “Letraheridos”; la protectora de los escritores de talento. Por eso he venido a ayudarte. Pero, hija, estarás conmigo en que esa poesía es una verdadera mugre, por llamarle de alguna forma. No me extraña que tu padre sienta vergüenza de que se corra por el pueblo que la niña de sus entrañas y de sus entretelas es capaz de escribir semejante majadería. Si aalguien le fastidia estar en boca de los demás es a tu padre; ya lo sabes bien.

             Me sentí compungida. Efectivamente, ahora, aquello  me parecía horroroso. Con la de tiempo que había robado al patio de recreo y a los baños en la alberca para escribir, corregir, tachar, romper, recomponer e imaginar palabras que rimaran con “tesoro”; y, lo más difícil: con “virgen”. Y ahora... ¡Estaba desesperada! Tenía razón mi padre: Yo era un desastre, una tontaina, más infeliz que un cubo…, su vergüenza convertida en hija…

            Lo cierto es que me bullían tantas cosas en la cabeza..., pero nunca encontraba las palabras para contarlo. ¿Cómo lo haría él? Decían que escribía de un tirón, sin tachaduras ni correcciones. Decían que sus poemas eran dignos de estar en el libro de literatura del Instituto, donde daba clase a unos alumnos siempre embobados cuando les explicaba la Historia de España. Decían que, si hubiera nacido en la Capital, en lugar de en aquel pueblo, sería, lo menos Gobernador. Decían que escribía como los ángeles...

             ¿Cómo lo hace? -me oí preguntar -.

             -Tiene TALENTO -contestó ABECEDORA con un énfasis propio de quien es la causa y el origen de todo lo bueno. -Ni siquiera he tenido que molestarme en echarle una manita.

             -Y yo ¿podré ser como él alguna vez? Quiero escribir. Es lo que más deseo en la vida: ¡ESCRIBIR! Pero no sé cómo hacerlo. ¡QUIERO SER ESCRITORA!

             No hizo ni caso de mi berrinche. Se limitó a seguir hablando como si yo no existiera:

             -Ya te he dicho que he venido a verte para ayudarte porque tienes talento. Pero, tendrás que hacer algo mejor que esa horrible poesía. ¿Sabes?, hasta yo misma siento vergüenza de unos versos tan idiotas. Tú puedes hacer algo mejor, hija-. Y se mecía cadenciosamente, llenando la tarde con el sonido rítmico de la mecedora sobre las descascarilladas baldosas ajedrezadas en blanco y negro, mientras coreaba como en una letanía:

             -Tienes talento…, cloc, cloc... Tienes talento..., cloc, cloc, ...Tienes talento...

             Sentí que me tocaban el pelo suavemente y que, entre el cloc, cloc de la mecedora, surgía la voz de mi madre:

             - ¡Venga, despierta! Tienes que seguir trabajando para los Juegos Florales o no terminarás la poesía a tiempo. Me gusta lo que has hecho, pero puedes hacerlo mejor. Tú tienes talento; TIENES TALENTO.

             Me desperté sobresaltada, y creo que empecé a decir enfurruñada que lo que había hecho era una porquería porque ABECEDORA decía...

             -¿Qué dices de ABECEDORA? -preguntó mi madre con desconcierto.

             -Nada. Estaba soñando con el Hada de las Letras y de los escritores fracasados...

             -¿El hada de los escritores...? ¡Ay, qué imaginación la tuya, hija…!

           Con el más absoluto bochorno para mi padre -que desapareció del pueblo el día de la lectura de los “juegos florales” con no sé qué disculpa- y con el incondicional orgullo  de mi madre, que me llevó al teatro en que debía leer mi ¡obra!, emparedada en un almidonado vestidito blanco de batistas perforada, con lacitos verdes en la cintura,  gané un accésit -que no figuraba en la convocatoria- de diez duros, por aquella poesía infantil y lamentable, con más ripios de los que puede soportar el peor de los poemas, y que no me he atrevido a destruir, -no sé por qué- a pesar del sonrojo que me causa leerlo de vez en cuando.

             ¡Pobre papá!

 

             Lo curioso es que,  desde mi infancia hasta ahora, he soportado las visitas del Hada ABECEDORA, porque la muy ladina tomó la costumbre de torturarme cada vez que decidía presentarme a un concurso literario, leerle algo a un desconocido o mandar unos poemitas a la radio por si querían leerlos. Ha venido apareciendo siempre con los mismos reproches que me encogen el alma. Siempre con su sonrisa aparentemente bondadosa, pero preñada de conmiseración ante mis escritos. Siempre se recreó humillándome con comentarios mordaces y desairados sobre las palabras que usaba en mis cuentos, o por  la falta de cultura que, según ella, me aquejaba y me impedía escribir sobre cualquier tema con una mediana seriedad; siempre recordándome el bochorno de mi padre en lo de los Juegos Florales de aquel año de los cincuenta, como último recurso contra mis rebeldías a sus cáusticos argumentos. Y, paradójicamente, siempre empujándome a seguir..., a seguir..., a seguir...

             “Porque tienes talento; tienes talento; TIENES TALENTO…”

           Si he de decir la verdad, debe saberse que, durante bastante tiempo, dudé seriamente de la existencia del Hada ABECEDORA. Creí que era una creación onírica, producto de mis propios miedos e indecisiones, de mi absoluta inseguridad sobre mis dotes literarias. -A fin de cuentas, cada vez que nos entrevistábamos, acababa despertándome como de un mal sueño.

            Luego, llegué a la conclusión de que su perversa técnica consistía en venir cuando estaba dormida, para poder torturarme con su censura, sin temor a que me revolviera contra sus mordaces comentarios y sus inalcanzables consejos soltándole un soplamocos.

            Así, entre dudas y certezas, ha ido pasando el tiempo sin haber logrado nunca, ni medianamente, escribir al gusto de ABECEDORA. Siempre tiene un defecto que sacar o un reproche que hacer a mis escritos desde la más oscura profundidad de mis sueños.

             ASÍ QUE... A ESTAS ALTURAS, HE DECIDIDO DESHACERME DE MI HADA MADRINA  LITERARIA.

           

             Esta mañana he visto en una esquina del periódico una nueva convocatoria para un concurso de relatos cortos. Tengo escritos lo menos TRESCIENTOS sin haberme decidido a presentarme a alguno de esos concursos aunque sea por una sola vez.

            Y todo por culpa de ABECEDORA que, en cuanto me quedo dormida sobre los folios, ridiculiza cada uno de mis  escritos con una saña que me paraliza, cada vez que intento hacer público cualquier trabajito mío.

           Reconozco que le he puesto una trampa. Esta tarde me decidí a escribir la historia de los encuentros con mi hada censora. Y, en cuanto tuve enjaretado el escritillo, me eché sobre el cuaderno haciéndome la dormida.

         ¡ Y allí estaba ABECEDORA!

            ¡Allí estaba el Hada, husmeando en mis papeles!

             -Hola, “CuentaCuentos”.

             -Hola, HadaMadrastra. ¿Sigues espiándome, eh? Ya has leído mi nuevo relato, ¿verdad?

             -Pues claro. ¡Estaría bueno! ¿Acaso no soy tu Hada Cuidadora? ¡El Hada Madrina de los “Letraheridos”, ni más ni menos, bo-ni-ta!

             -¡Largo!

             -Y es que me das más trabajo del que soy capaz de aguantar, hija mía -ha dicho ignorando el tajante despido-. Alguien tendrá que ocuparse de que no hagas el ridículo con tus pésimas historias. Por cierto, que estás contando nuestra historia de una forma bastante delirante, ¿no crees? Y, por lo que veo, no has olvidado el disgusto que le diste a tu padre…

             -¡Vete a hacer puñetas!

             -¡Hija, qué ordinariez! Pero, si es que siempre serás una desagradecida… ¡Vaya forma de recibirme!

             -Si me descuido, pedazo de acémila, te conviertes en  mi Hada Madrina-Madrastra. Pareces mi sombra.

             -Soy tu Hada Madrina; tu sombra literaria, tu conciencia... Si no fuera por mí, te pasarías la vida haciendo el canelo en público, pedazo de roñita literaria...

             -¿Sí...? ¿Y quieres ayudarme de verdad por una vez en tu vida? -he dicho con mi peor mala baba-. ¿Puedes, acaso, concederme un deseo; un solo deseo, como haría cualquier HadaMadrina en condiciones, que se precie de serlo, y no una duende de pacotilla...?

             -¡Vaya! –ha contestado, finalmente molesta- eso del deseo  nunca me lo habías preguntado antes. Pues mira, ya que lo dices, ¡pues !, puedo concederte un deseo. Aunque... -ha dudado-, únicamente estoy autorizada a concederte uno sólo; pero empeño mi palabra de HadaLetrada que lo cumpliré como si en ello me fuera la vida. Así que, piénsalo bien, porque va a ser el único que te conceda. ¡Venga! ¿Qué deseas? ¡No me hagas perder mi precioso tiempo contigo! ¿Quieres  que te convierta en una Rosalía de Castro..., en un Neruda..., en un Cervantes quizá...?  ¿Quieres ser Premio Nóbel...? ¿Cuál  es tu deseo? -Cloc, cloc..., cloc, cloc...

             La mecedora suena quedamente en el fondo de mi sueño urgiéndome con su cadencia a decidirme:

             ¡QUIERO QUE TE VAYAS PARA SIEMPRE! ¡QUIERO DEJAR DE TENER UN HADA MADRINA LITERARIA! ¡QUIERO ESCRIBIR PÉSIMAMENTE, Y QUE TÚ NO ME LO DIGAS! ¡QUIERO PRESENTARME A LOS CONCURSOS LITERARIOS SIN TENER SIEMPRE PRESENTE LOS JUEGOS FLORALES DE AL-MATMAR, Y LA CARA DE DESALIENTO DE MI PADRE!

            ¡QUIERO…!

            ¡QUIERO…!

            ¡QUE DESAPAREZCAAAAAAAAAAAS!

            ¡DESAPARECE, POR FAVOR. DESAPARECE DE MI VIDA!

            

           Creo que ABECEDORA se ha ido definitivamente, porque, cuando me he despertado de una siesta que yo no había planeado, he releído el relato de las peculiares relaciones entre el Hada y yo, y no me ha parecido demasiado malo. Mis relatos siempre me parecen buenos antes de que ABECEDORA los lea, y éste no lo ha leído después de corregirlo. Así que lo envío apresuradamente a uno de esos concursos literarios sin la menor turbación, como si, afortunadamente, ¡por fin! me hubiese librado del Hada de los “LETRAHERIDOS” y  no tuviera una permanente Censora Literaria con varita mágica.

             Lo envío... Sí. Lo envío. Definitivamente lo envío. Se acabó. Ya está en el sobre. Y LO ENVÍO. 

            ¡Pobre papá!

 Gaviola de  Aznaitín
Fuengirola 24 de Octubre de 1998

     
     
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