Gaviola en el País de los Nadie
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SIN NOTICIAS FIABLES DE LA ENDEBLE CORDURA DE GAVIOLA

           


Diego de Rivera

            Hay personas que son como un encaje de bolillos: artesanales, bellas, armoniosas, impecables y bien terminadas. Como si cada una de sus piezas fueran pequeñas joyas preciosistas de milimétrica perfección.

            Hay otras como ella, como la Gaviolita, que no pasa de ser algo más que una madeja de hilos enmarañados que nadie quiere usar porque es demasiado difícil sacar una hebra medianamente aprovechable del conjunto para echar un mínimo remiendo. Eso sí: para hacer descosidos y meterse en entuertos, se las pinta sola.

            Es un puro desastre. Un amontonamiento.

            ¡Que me lo digan a mí, su más fiel ayuda de cámara: su Pluma (curiosamente asistida en mi vejez por ese chisme con teclado que hace virguerías con los escritos de mi Ama).

            Gaviolita es… ¿Cómo lo diría yo…? Es simplemente un mecano, un rompecabezas de piezas insolentes y mal encastradas, necesitadas de un repaso de garlopa que pula las mil caras de sus tocas porciones sin refinar.  Lo curioso es que, hasta hace algún tiempo, el plumaje de la Gaviolita desprendía reflejos engañosos, como abalorios para engatusar indios y alzarles sus tesoros; pero el óxido de los años empieza a deslucirle el brillo dejando al descubierto semejante desastre de criatura.

            Hasta ahora, mal que bien, ella se las iba arreglando para aparecer, en conjunto, como una construcción más o menos vistosa, siempre –claro está- que nadie se acercara demasiado como para poder percibir sus rudezas, fácilmente detectables en las distancias cortas. Pero, con los años, su pelaje es cada vez menos airoso y más preocupante.

            Lo malo de tan rudimentaria construcción es que, siendo tan escasas las piezas que forman el conjunto, enseguida se echa en falta cualquiera de ellas que se extravíe, porque el hueco que deja es demasiado grande para poder disimularlo.

            Y cuando la pieza que se extravía es del engranaje principal, el conjunto se resiente, pierde la poca armonía que lo sostiene y la estructura amenaza ruina inminente y desastre absoluto.

            Aun a riesgo de que los pocos incautos a los que aún tiene encandilados acaben por desmitificarla y decidan arrinconarla, me dice Gaviola que tiene que intentar saber si alguno de ustedes, lectores míos, ha encontrado una pieza redondeada y palpitante que viene echando en falta otra vez, desde hace meses, y sin la que le va resultando difícil la tarea de encarar la vuelta a la siempre deseable indiferencia de esperar lo que ha de llegar a plazo fijo.

            ¡No! No es precisamente el Corazón. Basta mirarle a los ojos a la Gaviolita, aunque sea desde lejos, para poder ver que ése, como siempre, sigue en el centro de su montaje, manejándose a su antojo y haciéndole las jugarretas de toda la vida, sin darle cuartelillo a pesar de los años.

             ¡Ese insensato, su corazón, es su verdadero problema!

            Pero lo extraviado es más importante. Se trata de su Cordura.

            Gaviolita sabe que su Cordura siempre ha sido un pendón desorejado, un pingo con aspiraciones de prosista bíblica, una piculina con rosario, que cada noche va y viene a su antojo dejándola a ella a solas con el muy pendejo de su Corazón quien, aprovechando el cobijo y el asueto de las sombras, se pone sistemáticamente en ridículo con sus chuscas minifaldas de colores y sus tacones de aguja que producen vértigo; que lo suyo es pintarse los labios de rojo sangre y los ojos con sombras fachendosas, y echarse a corretear callejuelas de dudosa recomendación para veteranos de tantas guerras perdidas.

            Hasta la propia Gaviolita, cuando se despierta de madrugada, con el Corazón de parranda y la Cordura de ejercicios espirituales “cara-al-sol”, anda como alma en pena por la casa, imaginando arrebatos y proyectando loquerías que darían al traste con su transparente y mal ganada dignidad, si no fuera porque la Cordura suele volver después de misa de alba, a tiempo de poner un mínimo de orden, siquiera sea a sablazo limpio, en semejante desconcierto de piezas tan escasas, tan rústicas y tan mal avenidas como las de la Gaviolita.

            Últimamente, en uno de los pocos arranques que le van quedando, su Cordura se dejó encerrar bajo llave en un cajón del cerebro de la pobre Gaviolita, que, astuta ella, se entretuvo en envolverla en áspero papel de estraza para que ningún curioso pensara que, por la envoltura, pudiera ser algo más valioso que una flor seca escondida en un libro de versos o unos manguitos decadentes sin misa mayor a la que ir ya; no fuera –se dijo- que cualquier desalmado quisiera alzarle la mercancía y hacer con ella cornucopias engañosas y mal azogadas.

            Con lo que no contaba ella es con que semejante majadera, pasados los primeros arrebatos de sensatez, tuviera sus particulares planes; y eso que debiera de haberlo sospechado por la forma desacompasada de rebullirse que siempre ha tenido, doliéndole cada día allí, justo detrás de los ojos de mirar la vida, con un rumor sordo y angustioso, como de vesícula biliar bien empedrada que impide hacer la digestión de banquetes nunca disfrutados.

            Gaviolita es ya un descampado en el que la yerba fresca no debiera rebrotar; pero donde, aún a despecho del tiempo de sequía, se sigue librando una permanente, antiquísima y salvaje batalla entre su Corazón y su Cordura, mientras el resto de sus piezas observan doloridas cómo arrecian las acometidas entre tan fieros contendientes quienes, en lugar de sosegarse con las heridas por las que se desangran, siguen agarrados uno a otro en mortal abrazo sin que haya un mínimo toque de tregua. La guerra de los cien años debió ser una filfa al lado de lo que se traen entre mano estos dos.

            Bien es verdad que siempre se llevaron como el perro y el gato. Pero, de un tiempo a esta parte, ambos dos, Cordura y Corazón, traen a Gaviolita a mal traer; de la discusión desabrida y el desaire socrático pasaron a acometerse como dos marujonas en ayunas de lecho alborotado.

            De nada le sirvió repartir órdenes y arengas entre las pocas piezas que aún conserva para que se interpusieran entre tan salvajes enemigos. Los fragmentos que le van quedando en el engranaje dicen estar demasiado oxidados como para poder terciar en semejante lid sin salir con alguna esquirla de menos y mellados en sus desdentados filos.

            Cuando quiso poner entre los dos revoltosos un campo de entredicho[1] que garantizara la libre circulación de mercancías al uso, necesarias para seguir viviendo ‑siquiera fuera un miserable beso extraviado- se dio cuenta de que, en el tiempo, ya no había espacio para trochas ni atajos. Lo cual –entre nosotros- envalentonó al Corazón.

            Finalmente, los convocó a consejo ante el Parlamento de la Ancianidad para levantar acta de semejante desmedimiento.

            ¡Nada!

            El Corazón desde la bancada del gobierno, y la Cordura desde el Hemiciclo, lanzaban al aire gritos de guerra con una desvergüenza vergonzosa, y seguían tupiéndose y poniéndose zancadillas a pesar de que los años emborronaban ya un horizonte cada vez más estrecho, y que en sus gargantas temblara el desgaste de unas cuerdas bucales demasiado usadas en espantar a grito limpio los aullidos amorosos de lobos solitarios y hambrientos.

            Ayer, de madrugada, cuando más harta estaba Gaviolita de aquellas desazones enraizadas en los surcos de su propia carne, de repente se hizo un raro silencio que le devolvió la esperanza de poder descabezar un nuevo sueño de olvidos. Pero, inmediatamente, estalló un ruido ensordecedor que le hizo doblarse sobre ella misma para poder sostenerse en pie sin perder la compostura. Como pudo, se arrastró fuera de sí, se miró en el espejo más cercano y, entre un espeso bosque de canas y arrugas, descubrió al Corazón intentando tomar nuevamente posesión de su persona mientras izaba bandera de victoria sobre unos tristes remiendos de amores mal zurcidos y peor desgarrados con los dientes.

            Por un momento –según me dice- temió que la Cordura hubiera muerto a manos de tan bizarro guerrero, y se sintió perdida. Pero, sosegándose como pudo sobre un levísimo rastro de “otra-vez-no”, concluyó que la muy insensata había huido de nuevo, cobardemente, desarmada frente a semejante esperpento de enemigo.

            Lo malo de tan pendenciero y recurrente vencedor como es este pedazo de Gaviola es su descontrolado, destartalado y esperpéntico afán de palpitar como un condenado tamboril de feria, en el centro mismo de su ser, como si el sueño desgastado de toda una vida en decadencia no estuviera hecho también para el sosiego del latido. Al menos, la Cordura, cuando aún se rebullía a sus anchas, tenía la discreción de amortiguar en su entorno los ecos de los desmanes.

            Lo que no quiere reconocerme la Gaviolita es que su Cordura siempre fue endeble y titubeante, sin que el tiempo consiguiera enreciar sus frágiles hechuras. Y, en lugar de mejorar con los años, la pobre se fue viniendo abajo mansamente, como si sus cimientos fueran acometidos por una indecente demencia senil.

            El calendario –me dice compungida la Gaviolita- le recuerda que ya va estando un poco vieja, un poco cansada de ese Corazón suyo sin maneras, que la habita deshabitándole el aliento; y se duele -¡pobre mía!- de su eterno “sinvivir” sin fuerzas para hacer callar a tan alborotador Inquilino. Y verse abandonada a la vejez por la única ayuda que tenía contra el enamoradizo tarambana es lo más triste que puede pasarle a una mujer medianamente juiciosa con su estúpido decoro intacto y cicatero.

            Por eso, amigos, me dice que no le queda otra alternativa que confesar a voz en grito la amenaza de su inminente fracaso y pedirles ayuda, siquiera sea a través de mí, su Pluma infatigable, su siempre fiel varita mágica redactora de tontunas:

            ¡Díganme! ¿Alguien tiene noticias del paradero de la endeble Cordura de Gaviola?

            Se habla y se susurra entre la gente que la rodea como si todos la conocieran de vista, como si se hubieran cruzado con ella miles de veces en algún sitio sin conseguir recordar exactamente dónde. Son noticias incoloras y poco fiables que le dan nuevos bríos al Loco desmandado que patalea en el pecho de mi Ama sin nadie que consiga callarlo.

            Gaviolita ya no sabe qué hacer para distraerlo de sus loquerías. Anoche, sin ir más lejos, cuando ambos estaban intercambiando cromos de renuncias y al borde de las lágrimas, sacó ella del armario la vieja margarita que le hizo cuando lo de la juventud, con hojas de fieltro y centro de badana, a ver si se entretenía con su antiguo “me-quiere… no-me-quiere” en lugar de ponerse a querer sin desquerer primero. Pero el Corazón, que cada vez es más zoquete, entró en cólera, y arrojó la margarita de trapo al cubo de la basura diciendo que estaba harto de tantas indecisiones, y que, para acabar con el escozor, había decidido preguntarle de sus cuitas a las calas que, como flor de un solo pétalo, no tiene más que una opción:

 

            ¡ME QUIERE!

 

            -Pero las calas ‑gritó la Gaviolita en un espasmo de desesperación- como cualquier flor verdadera, se marchitan.

 

            -Y a las margaritas de trapo –respondió el Corazón con sus peores modales- hay que sujetarle las hojas con imperdibles si quieres seguir interrogándolas para que nunca te contesten.

 

            -Pero las calas –se desesperó la Gaviolita- son flores de agua y se mueren de sed lejos de los pantanos.

 

            -Y las margaritas de trapo –dijo contundente el Corazón- ni siquiera pueden morir de amor, porque nunca estuvieron vivas aunque se murieran de sed. Mírate tú, Gaviolita, si es que te atreves; verás cómo tienes cara de margarita de trapo, sedienta y sin respuesta.

 

            ¡Entiéndanlo! Gaviolita necesita desesperadamente que regrese su asesora de imagen, aunque sea para usarla de cilicio… Está dispuesta hasta a permitirle que ponga más cenizas en su café de cada noche y doble dosis de somníferos en los latidos del trastornado Arrendatario de sus horas.

            Me dice la pobre que pagará un buen precio por cualquier información que pueda hacer que vuelva su rancia Peregrina. Y me ha dicho que, si alguien la ve, que le diga que incluso va a regalarle sus memorias –que, por lo que voy sabiendo, empiezan a antojárseme inconfesables, y de agotadoras jornadas para una servidora.

            No está ella –me refiero a la Gaviolita- para estos sobresaltos, cuando empezaba a hacerse a la idea de que el Corazón era una pieza más que debiera acomodarse a las estaciones de la vida, sin pretender irse de juergas veinteañeras, privándole al vecindario de dormir la paz de los años.

 

            -¿No habíamos quedado en que los desafueros del corazón debieran ser pasajeros y estacionales como un perfume de verano? –se dice y se porfía el angelico, sin querer entender  de una vez y para siempre que todas las estaciones se repiten hasta el infinito como los interminables puntos de una circunferencia.

 

            Vivir con el Corazón descorazonado, conjurándole respuestas imposibles a la margarita de trapo, es cansino pero soportable. Ver al Corazón rondando desafueros con los ojos, persiguiendo vanidades como un vulgar mirón miope, tiene un pasar. Hasta ser campo de batalla permanente entre Corazón y Cordura se hizo costumbre en la Gaviolita. Pero tenerlo de invitado perpetuo dentro del pecho, agitando maracas y sonajeros trasnochados cada vez que se le antoja, es peor que ir de verbena tres noches seguidas, amortajada con traje de primera comunión.

            Claro que, bien pensado, como yo le he dicho a ella, también puede alquilar este trebejo, este chisme, este trasto trastornado, a alguien que lo necesite más que ella y sacarle un último rendimiento en cualquier programa televisivo y rosa, mientras vuelve y no vuelve su desertora y endeble Cordura intermitente…

 

 

Gaviola en Marineda. En un 8 de Septiembre de 2007. 


 

[1] CAMPO DE ENTREDICHO: tierras de nadie, fronterizas, que impedían que enemigos vecinos pudieran encontrarse. En ellas podían hacer incursiones los de uno y otro lado sin tener que acometerse por su posesión. [Ver EXPRESIONARIO DE MÁGINA].

 

 

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