DON GEDEÓN PELOPINCHO
(2°
Premio de Relato VILLA MARÍA 2005, de Coruña)
No es Don Gedeón mala persona; pero le pierden esos
prontos que se gasta, y ese aspecto suyo más propio de un gañán
que de un hombre de Dios.
Con ese cuerpo tonelero, siempre a punto de reventar la
desgastada sotana a la altura de la barriga, esos brazos como
cebados de bellotas, esa cara congestionada y bravucona, y esa
mata de pelos tiesos como escarpias, mas parece un descargador
de muelles que un cura rural.
Cuando, hace cosa de un año, se bajó de la camioneta,
en la Aldea no podíamos creernos que aquel adefesio fuera el
cura que estábamos esperando desde que la palmó el viejo Don
Bonifacio. Pero una sotana es una sotana, y nos faltó tiempo
para acercarnos a besarle la mano como Dios manda. En ese primer
trato entre Cura y Feligreses fue donde Don Gedeón se descubrió
como el animal que es y donde se le adjudicó el mote:
Pelo-Pincho.
Allí plantado, a pleno sol, en mitad de la plazuela, con
las piernas separadas como un esperpento, desafiando las calores
que acongojan a los paisanos cogiéndolos por sorpresa las pocas
veces que se echan encima por estas tierras, pegó un respingo
cuando Belén, la del Curandero, la meapilas de la Aldea, se le
acercó con pleitesía, le alzó como a la fuerza la velluda
manaza, y se inclinó para besársela con fruición. Sería la
arisca retirada del Cura o la propia naturaleza de la mano que,
en cuanto arrimó los labios a ella, pegó un repullo gritando:
-
¡PeloPincho! Raspas de trigo no rasguñan tanto.
A la criada de Doña Ramira la Marquesa, -que ni es
marquesa ni gallo que le cante, pero que es la única que tiene
mas de una vaca y varias carretalas de labor-, le faltó tiempo
para ir a cacarearle a su “Ama” la llegada del Cura. Y a la
“Marquesa” le faltó tiempo para salir a la puerta de su
casona, la que pega con el aguadero, para homenajear al recién
llegado.
No tenía, sin embargo, el genio Don Gedeón para zalemas
de ricachas, y cuando Doña Ramira le agarró mano él le atizó
un empellón que le quitó el aliento al tiempo que bramaba:
- Pero ¿es que ningún infiel me va a decir dónde está
la Iglesia?
El desaire a una lugareña tan de respeto como Doña
Ramira no nos sentó bien al paisanaje. Pero aún estábamos por
darle un respiro y, haciendo
de tripas corazón, le agarramos la maleta y el montoncillo de
libros atados con un cordel que traía como equipaje y, sin
decir palabra, cruzamos hasta el otro lado de la Plaza por
delante del clérigo indicándole con el gesto la Iglesia y la
casa parroquial que hay pegada a ella.
La Aldea, quitados los establos desperdigados por los
prados del valle, no es mas que la Plazuela, ceñida por una
veintena de casas; así que no le había dado tiempo a Don Gedeón
a secarse las sudores del bochorno cuando ya estábamos en la
casa de Dios y del Cura, ambas dos sombreadas por el frondoso
castaño, en el que se cuenta que a Maruja, la Santera, se le
apareció la Virgen un año antes de la Guerra para prevenirle
de las hambres que luego habían de venir, y pedirle que
conjurara a los vecinos para que le dieran matarile a cualquier
miliciano que se acercarse por los alrededores.
Nadie ha visto las apariciones pero el árbol es tan
sagrado para nosotros que no hay uno que no se santigüe ante él
con la misma reverencia que ante el mismísimo San Roque, el único
Santiño que desde siempre tenemos.
Don Gedeón se quedó pasmado mirando las santiguadas, y
torció el gesto cuando le contamos lo de las aparecidas. –¡Árbol
sacrílego! Eso lo arreglo yo-, le oímos mascullar para sus
adentros; pero en ese momento no le echamos cuentas al dicho ni
barruntamos la calamidad en el enojo del Cura.
-La Iglesia, –dijo parcamente uno de los vecinos señalando
los rezumantes y umbríos muros del conjunto Templo/casa de
cura.
Don Gedeón se puso del color de las mismísimas berzas y,
ajustando la vista al brusco cambio de luz que forzaba la sombra
del Castaño, se asomó al interior del recinto sin conseguir
distinguir nada mas que la hornacina de San Roque, nuestro Santiño,
que, por estar más alta, recogía la poca luz que entraba por
la tronera. Inició un santiguarse que no acabó al darse cuenta
de que la falta de candela indicaba ausencia de Santísimo que
lo velara y, volviéndose a sus recién estrenados feligreses,
enojado a ojos vistas, gritó con toda la fuerza de sus incultos
pulmones:
- ¿Y “ese”?, -dijo señalando al pobre Santo, porque
con alguien tenía que desfogarse-, tal parece que se esté
rascando sus..., “bueno..., ahí mismo”. Si esto es una
Iglesia que venga Dios y lo vea.
-¡...Dios y lo vea...!; ¡Dios y lo vea...!
¡Dios y lo vvveeeaaa...!, -fue repitiendo el eco desde lo mas alto las montañas que
rodean la Aldea, hasta llenar todo el valle con aquella
interjección.
Los vecinos estábamos confundidos, sin saber si
afligirnos con el despecho
del Cura o renegarlo por el desprecio hacia nuestro Santo.
Don Gedeón, en medio de silencio, se quedó como en
suspenso, escuchando el eco de su propio bramido, y calibrando
en sus escasas luces si no sería el mismísimo cielo quien le
afeaba lo que más parecía una blasfemia que una queja. Pero,
reponiéndose vivamente de su momentáneo desconcierto, volvió
a gritar:
-Lo primero es cortar ese follaje que le quita vista a
Dios. –y señaló el castaño levantando un brazo fornido que,
enfundado en los estrechos límites de la manga sotanera,
competía con las ramas mas añosas del viejo árbol.
Los Paisanos nos miraron unos a otros confusos y
acongojados. No nos cuadraba en boca de un cura lo del
“follaje”, pero no nos atrevimos a rechistar, no fuera que
la confusión estuviera en nuestro hablar gallego y no en
segundas intenciones de aquel “castellano”. Lo que sí que
comprendimos fue que las intenciones del Párroco eran tan
perversas como para pretender talarle a la Virgen su sitial en
el viejo castaño y eso, no sabíamos bien cómo, pero no lo íbamos
a consentir. Más no era cosa de entrarle de frente a Clérigo
tan bravío, y estábamos en buscarnos algún rodeo cuando el
Alcalde pedáneo, salvando la situación, se adelantó y dijo
camastronamente como buen gallego:
-Verá Vd., señor cura..., vistas, vistaaaas..., lo que
se dice vistaaas..., pocas puede pretender quien aquí no vive.
Don Gedeón miró al hombre torvamente, me pienso yo que
sin poder calibrar el significado preciso de sus
palabras; arrellanó firmemente sobre la yerba seca sus rollizas
piernas abiertas y, poniendo en jarras su abundante estampa,
le berreó:
-Muy burro hay que ser para no saber que Dios está en
todos sitios.
-Pues burro he de ser, Padre; pero si está en todos
sitios pocas vistas puede quitarle un castaño más o menos a
quien todo lo ve. Aunque..., -el hombre titubeó
maliciosamente-, de lo que le hablo..., ¡Padre!, -e hizo sonar
lo de “padre” con sospechosa sumisión,- es que ahí
“adrento” no hay dios ni la madre que lo parió. Que
antes de que le dieran los oleos a Don Bonifacio el pobre nos
repartió las pocas hostias que le quedaban, y ya no le quedaron
alientos antes entregar el alma para reponernos mas cuerpos de
Cristo. Luego, con lo de los kiries
y el entierro, el Arcipreste ni se acordó de meterse en hostias
nuevas. Y como desde el entierro hasta hoy no ha pisado la Aldea
otra sotana, pues..., ¡vamos! Que Dios..., lo que se dice Dios
hecho hostias... no ha
vuelto a merodear por el Valle desde que Don Bonifacio entregó
la cuchara.
Parece que alcanzó a comprender Don Gedeón, dentro de la
brumas de su rudo entendimiento, que lo que el cazurro le
contraponía para salvar al árbol era la ausencia de Santísimo
en la maltrecha Iglesia y, salvando a su manera el tropiezo,
entró como una exhalación en el interior, se abalanzó sobre
la remendada cajonera que hacía las veces de sagrario, y
extrajo una cunca de loza que había dentro mas vacía que sus
entendederas.
-¿Dónde están las hostias?, -bramó saliendo a la
puerta y agitando aquel
copón de alfarero.
Nosotros, que estábamos cuchicheando representándonos la
calamidad que nos había caído del cielo, lo miramos
desazonados haciéndonos cruces de la falta de alcances del Cura
y, echando mano de nuestro aguante gallego, le azuzamos otra vez
al Alcalde para que se tomara la pena de responder:
-Que ya le dijéramos, ¡Padre!, que su antecesor, con los
últimos alientos que le quedaban antes de dar las boqueadas,
repartionos a cachos el cuerpo de Cristo que tenía, y que desde
entonces aquí nadie consagró ni
repártense mas hostias que las que les da el maestro a
los rapaces con lo de la tabla de multiplicar. Pero si quiere,
-siguió conciliador mirándole al Cura el índigo del
pescuezo-, a falta de otra cosa, siempre podemos acercarle un
cacho de borona con que apañarse de momento....
No
había acabado de decirlo cuando el Alcalde, viendo la ferocidad
que iluminaba la
cara del Presbítero, reparó en su metedura de pata.
-¡Buena sea la borona para los fines de Dios!-, dijo el
Cura tomando el mendrugo de pan apelmazado y amarillento que le
alargaba Carmeliña la beata, presurosa ella, que veía
cumplirse sus ensueños de toda la vida de que le bendijeran
alguna vez el pan que amasaba con sus manos llenas de sabañones.
Allí
mismo le echó las consagraciones a la regaifa con la cara
esclarecida, como si entrara un éxtasis; y seguidamente, tomándose
el tiempo justo de guardar el pan bendito y encender el único
candil que colgaba de un gancho lateral del altar, salió al
rellano y gritó:
-Ya está Dios en el nido. Ahora a desmochar el álamo y a
darle vistas al Santísimo.
Un murmullo de inquietud recorrió el corrillo de vecinos.
Hacerle frete a un hombre de Dios no era cosa vista en la Aldea
desde que, siguiendo las amonestaciones que la Virgen le diera a
la Maruxa, echaron a palos a dos o tres milicianos que llegaron
al inicio de la guerra renegando de curas y de iglesia. Allí
siempre habíamos sido gente de Dios y de orden, y no era cosa
de ponerse a mal con los ministriles del cielo. Pero tampoco íbamos
a consentir que le quitaran el sitial a la Santísima Virgen por
si la Señora tenía a bien volver a visitarnos, tal como le
anunció a la Santera antes de hacernos el feo de irse sin
despedida.
En medio de aquella desolación, y para ganar tiempo,
volvió a terciar el Alcalde:
-Mire Vd., Padre: el “alcornoque” tiene redaños de
tantos soles que ha visto y la tarea no es coja. Echándose está
la tarde, y no íbamos a ultimar la tarea ni poniéndonos todos
a la trunca; conque, si a usted no le incomoda ni le obsta,
empezamos mañana la tala con la fresquita de la amanecida y así
nos da alientos para descansar.
No era Don Gedeón hombre de posponer sus avenates; y, para
mayor INRI, algo en su interior le decía que aquella
mención al “alcornoque”, para referirse a lo que
sin duda era un castaño, tenía miga. Un regüeldo de
rabia se le subió a la cara recordando al Preceptor del
Seminario de Valladolid, que siempre se dirigía a él con ese
apelativo: ¡Alcornoque! Mal había empezado con su nueva
feligresía. Pero no era cosa de liarse a mamporros el primer día
de la conocencia. Así que, aceptando
de
mala gana la proposición, entró en la “casa parroquial”, y
desde uno de sus dos postigos, pudo ver a los paisanos
disolverse entre las brumas de la anochecida que rodaban montes
abajo como bolas de vaho de puchero borboteando en fogón de
hogar. Poco a poco las sombras de la noche se le metieron en la
casa y en el resuello y, en medio de la oscuridad, le asaltó
una vez mas, como tantas veces había pasado en las soledades
del helado Seminario castellano, una desazón muy parecida a la
tristeza; volvió a sentirse como se había sentido en el
vetusto caserón vallisoletano; como se había sentido toda su
vida desde que tenía recuerdo cada vez que anochecía:
desterrado en una tierra de nadie donde no había para él mano
de madre que lo arropara.
-Será la humedad y el frío de estas tierras que se me
está metiendo en los huesos-, pensó para sus adentros el
hombre. Pero mañana, -dijo en voz alta dirigiéndose hacia la
pared medianera de la iglesia,
mientras se santiguaba conjurando sus temores nocturnos-,
tendremos leña para encender una buena lumbre que aleje las
penas que traen los fríos y las sombras de las noches; y a Ti,
Dios mío, no te hará sombra la injuria de un árbol sacrílego-.
Y se dispuso a dormir con el estómago tan vacío como el
alma.
Al poco rato llamaron a su puerta, y cuando la abrió de
mala gana, se le colaron nariz arriba los efluvios de un
sopicaldo humeante y un pedazo de bacalao,
-“de parte de la Señora Marquesa”, dijo la
sirvienta- que, aunque amansaron el escozor de sus malos
recuerdos y sus angostas soledades, le alertaron sobre posibles
fullerías vecinales para desganarlo de la corta del árbol.
-Que dice el Ama que Dios le guarde el bandullo por esta
noche con este viático hasta que usted se apañe lo preciso
para el condumio.
-Pues dile al “Ama”, -contestó con voz zumbona-, que
Dios se lo pague en lo que mas le urja.
-¡Ay Señor; que el
cielo no escuche!– exclamó la criada haciéndose cruces por
toda la delantera-. ¡Dios
no quiera darle lo que más le urge a la Señora Marquesa! Que
la presencia del Amo está todavía caliente y se iba a levantar
la losa de su tumba de tanto crecerle los mogotes en la
calavera.
El Cura hizo como si no la oyera y, recordando quizá su
encontronazo de aquella tarde con la “Marquesa”, trató de
reconciliarse aunque fuera con la
mensajera, adelantando hacia la muchacha su mano
velluda. La mujer hizo ademán de besar la mano extendida del
Cura; pero, recordando el desaire que había sufrido su Ama,
aparentó no percatarse de la ofrenda y se alejó mascullando
para sus adentros la gloria de su venganza.
Antes de cerrar la puerta, alcanzó a ver Don Gedeón que
un hombretón, con una inmensa guadaña terciada sobre las
rodillas, dormitaba apoyado contra el tronco del castaño
arrebujado en un ropón pardo, lo que le abrió una brecha de
desazón sospechando que la función de aquel prójimo era la de
guardar con su vida la integridad del árbol impío.
*
No habían empezado aún a alzarse los ruidos del amanecer
en el valle cuando salió Don Gedeón de su casa, con la sotana
remangada hasta la cintura, esgrimiendo un hacha que encontró
en el henil, y dispuesto a empezar la tarea de ultimar al tupido
castaño bajo el que desaparecía su pobre Iglesia. Pero, antes
dar dos pasos, pudo ver a los paisanos disponiendo en torno al
árbol una rotonda de tenderetes y cachivaches que le impedían
llegar hasta el mismo.
-¡Ay, Padre!, que olvidósenos mentarle el hecho. Que hoy
en la Aldea es la feria de las berzas; una de las mas
principales que tenemos por aquí...-, le dijeron unos y otros
mientras se afanaban en la tarea de exponer los repollos sobre
improvisados mostradores hechos con cajones viejos.
Todo
el día nos pasamos los vecinos trajinando como pudimos en torno
al árbol mientras alguno que otro le dirigía miradas asesinas
o cuchicheaban entre ellos con evidente malicia. Y, cuando el Párroco
se acercaba mas de la cuenta al añoso tronco, lo rodeábamos
entre varios, le pedíamos su bendición para alguno de los
tenderetes mas alejados sin demasiado entusiasmo, o le tentábamos
las hambres destapando algún puchero donde se cocían el lacón
y las berzas. Lo que no vio el Cura en todo el santo día fue
que alguien comprara o vendiera una sola de ellas.
Se resignó finalmente a aplazar la tarea para el día
siguiente.
Pero al día siguiente, cuando echó pie a la calle, ya
habíamos adornado el árbol con velas y cintas; con estampas y
con ramos de brezo y de cantueso. Y a su alrededor, todas las
mujeres de la Aldea nada mas verle, empezaron a cantar, a voz en
grito, dirigidas por Maruxa la Santera:
-¡Aveeee....!,
¡avé.....!, ¡ave Maríaaaa....!, -¡Aveeee....!, ¡avé.....!,
¡ave Maríaaaa....!
De nuevo desistió a regañadientes aquel día de su empeño
leñador. E igual sucedió en días sucesivos. Pero la ira iba
creciéndole dentro como la mala yerba en la misma medida que a
nosotros nos crecía el ingenio para evitar la tala de nuestro
árbol
sagrado. Cada día, cuando salía Don Gedeón de la casa
parroquial, dispuesto a hacerle hueco al sol para que entrara en
su Iglesia, se encontraba con nuevos obstáculos que le
aflojaban sus renovadas ansias de luz. Un día era la matanza de
los cerdos que había que destripar colgándolo del castaño;
otro la espera del paso de las palomas, que los cazadores del
valle “siempre habíamos hecho acurrucados en el ramaje
del castaño”, armados con nuestras escopetas, aunque no se
disparara ni un tiro en todo el día ni nos sobrevolara pichón
o zurita; otro más era el día de los pimpollos, en que, según
le aseguramos, llevaban siglos los mozos de la Aldea colgando
del árbol sus declaraciones de amor para sus novias y cantándole
los mayos desde las ramas como jilgueros desplumados. Y así
cada día, hemos tenido que apretar el ingenio tanto como del
Cura se aplica en perseguir nuestro árbol llamándolo pecador,
engendro de Leviatán y otras lindezas.
Si creíamos que con nuestras mañas diarias podríamos
doblegar las intenciones leñadoras del Cura nos hemos
confundido. Don Gedeón es demasiado bestia como para dejarse
vencer en sus propósitos. Ha pasado casi un año y en la Aldea
estamos consumidos y se nos está secando el magín. Tampoco el
Cura está tan fresco.
Pero, lo de esta mañana...
Esta mañana la guerra ha roto aguas. Ha salido Don Gedeón
a la puerta de la Iglesia pero, para nuestra sorpresa, no iba
armado de su inseparable hacha, lo que, por poco tiempo, nos ha
dado alientos. Ha mirado al castaño torvamente y, cuando ha
visto sus ramas envueltas en medias y calcetines, -que ya no
sabemos ni qué inventarnos-,
y sin dar tiempo a que le explicáramos la nueva picardía
nos ha espetado:
- Si vosotros le quitáis el sol a Dios, Dios no quiere
que tratéis con sus santos. Así que ¡mañana no hay procesión!
La
noticia ha caído en el vecindario como jarro de agua fría.
Siete meses llevábamos los vecinos ensayándonos para la
procesión del día anterior a la Fiesta Grande. Como en la
Aldea no hay más que un solo Santiño, tenemos por costumbre
sacarlo de procesión en cualquier fiesta apañándolo para el
lance. En Semana Santa le ponemos ropones morados y vamos detrás
tocando por turnos los dos tambores y la gaita del Ayuntamiento.
Por las Navidades, para la misa del gallo, le ponemos un
NiñoJesús
al lado del perro, encima de un montón de heno; y a él le
ponemos barba de algodón y una vara de avellano como si fuera
un SanJosé, y lo procesionamos alrededor de la Plazuela después
de la nacencia de media noche. En el mes de los rosarios de la
Aurora nos presta la Maruxa su estampa de la Virgen de Fátima,
esa que se trajo de su peregrinación a Portugal, y la colgamos
de un estandarte que hizo la del Chantre con un pedazo de
damasco rematado con cinta de grogrén, y que va delante del
Santiño por toda la Aldea, mientras cantamos lo de: “...el
demonio a la oreja te estáaaaaa diciendo, no reces el
rosario-sigueee dormiendoooo...”. Un año probamos a
ponerle en las andas una rapaza vestida de NiñaMaría; pero a
esas deshoras de la madrugada se durmió la mocosa, se nos cayó
de las angarillas y
se descalabró sobre el suelo de mala manera. ¡Vaya!, que no
hubo una desgracia mayor porque el San Roque no lo quiso.
Pero procesión...,
procesión, ¡lo que se dice procesión con el santo en cueros y
haciendo su papel de San-Roque auténtico...!, de esas no
tenemos una de verdad hasta que no llega la Fiesta Grande del día
del Santiño y, sin mas ropones que los suyos propios pintados
sobre el madero de que está hecho,
nos lo llevamos de romería el día entero a la campa del
río, donde asamos sardinas, bailamos muñeiras y jotas y nos
bebemos el orujo del año. Y esa
procesión, -que la Virgen me perdone por mentarle su
podio-, es para nosotros tan principal como el mismísimo árbol
donde la vieron aparecida.
Cuando Don Gedeón se ha metido en la Iglesia dando un
portazo, el Alcalde nos ha convocado de urgencia en el
Ayuntamiento, y allí nos hemos ido todos, menos un retén que
se ha quedado por si el Cura aprovecha la ausencia para talarnos
el Castaño. Estábamos desalentados. ¡Vaya, para no mirarnos!
Hasta que, desesperados, hemos acordado ir mañana por las
bravas a la Iglesia y sacar al Santiño en procesión
y llevárnoslo de romería por las buenas o por las
malas.
*
¡Como si no conociéramos la burrería de D. Gedeón!
Cuando hemos llegado a la puerta de la Iglesia esta mañana, con
las parihuelas tan bien enlucidas y dispuestas para encaramar al
Santiño, nos hemos
encontrado al Cura cerrándonos el paso, despatarrado, con los
brazos en jarras en su presencia favorita, el hacha colgándole
de una mano, cara de
fierabrás y mas tieso que un pilote de granito.
- Venimos a por
nuestro Santiño, -ha dicho el Alcalde que se había vestido de
guapo para la ocasión y hasta se había puesto su banda de
color rojo y sus zapatos de cordones.
-¡El que sea hombre que se acerque!, -ha respondido el
Cura blandiendo el hacha que, ventoleada en el aire, parecía
liviana como una espiga-. O se corta la espesura de las
apariciones paganas o el Santo no se pasea-.
Hemos hecho intención de avanzar hacia la Iglesia en caterva,
como teníamos convenido, pero el Reverendo se ha abierto de
brazos, ha amagado la cabeza, ha bufado como los bueyes cuando
les entra el celo, se le ha hinchado el pescuezo de esa manera
que a él se le pone, y ha gritado para que todo el valle lo
oyera:
-¡Por el mismísimo Santiago que reto a duelo al que
quiera sacar al San Roque de su casa hasta que no se le den
vistas y le quiten el estorbo del follaje!
Cada vez que Don Gedeón nombra lo del “follaje” se
nos suben las vergüenzas a la cara. Y esta mañana nos ha
resultado principalmente indecoroso. Pero lo peor ha sido lo de
retarnos a duelo. Lo del reto ha paralizado a mis paisanos.
Quedarnos sin procesión es lo más grave que nos ha pasado aquí,
y ganas nos han dado a grandes y chicos de entrarle al trapo y
partirle el alma a este Cura impío. Pero enfrentarse a hachazos
y vapuleos con un Ungido es cosa de pensárselo. Que dicen que
hasta las almas en pena de la Santa Compaña agarraron de los
pelos a los que aspaban curas en tiempos de la Guerra y los
engancharon a la cola de su desfile de descarnados. Y,
recordando esos decires, el Alcalde ha reculado murmurando algo
así como “te vas a enterar”; y ha convocado otro pleno de
urgencia en el Ayuntamiento después de rifar los puestos de retén
junto a nuestro árbol.
Todos estábamos corridos y melancólicos hasta que
al Alguacil se
le ha ocurrido la idea.
- Que dígole yo, Sr. Alcalde que podíamos vengarnos
con....-Y ha expuesto lo que, según él, le ha revelado en sueños
la mismísima Virgen.
¡Bendita sea la hora en que se le ha ocurrido! Hoy nos
vamos de romería aunque sea sin el Santiño; pero mañana...,
¡Mañana nos las paga este Cura perverso!; por todo lo que nos
tiene hecho pasar durante estos meses, y por privarnos de que
San Roque nos vigile el baile y el vino. Mañana, para la Fiesta
Mayor, vendrá el Arcipreste a concelebrar con el Párroco y a
embelesarse con el canto de la Misa de Gloria, que dicen que ya
solamente en esta Aldea se sabe cantar. ¡Y Mañana se va a
enterar Don Gedeón de lo que vale un peine!
*
A las siete de la mañana el Alguacil ha tirado el cohete,
anunciando la llegada de “La
Errante”, para que saliéramos a ayudar a encaramarla al
árbol. “La Errante” es una campana, de propiedad del Arcipreste, que el
buen Padre se compró de segunda mano en un mercadillo portugués
cuando lo del estraperlo, para prestársela a las Aldeas de su
gobierno que carecen de campana. La lleva con él de un sitio a
otro, encima de su camioneta, y bien puede decirse que las
fiestas de cada aldea sin campana empiezan cuando llega “La
Errante”. En nuestra Aldea siempre empezaba con la procesión
del Santiño, en día anterior a la Misa de Gloria, pero este año...
A las once y media en punto de la mañana has empezado a
sonar “La Errante”,
llamando a misa a la feligresía. Al segundo toque, ya estábamos
todos alrededor del Castaño, mirando de reojo hacia el interior
de la Iglesia; y al tercero hemos entrado como si allí no
hubiera pasado nada, lo que, conociendo como conocemos ya al
Cura, seguro que le ha metido el gato en el cuerpo a pesar del
aguante que tiene.
No había pasado un minuto cuando han salido los Prestes
al altar, en fila ellos, y ataviados de Misa de Gloria,
brillantes como fondos de caldero de cobre. El Arcipreste
delante, con sus manos cruzadas y los ojos embobados hacia el
techo. Don Gedeón detrás repartiéndonos miradas aviesas y
avisadoras. Nosotros, bien convenidos como estábamos, hemos
saludado fervorosamente el introito con sus cantos
correspondientes
y
que les ha sacado el regusto a la cara de los celebrantes.
El Arcipreste se ha vuelto obsequioso hacia Don Gedeón
haciéndole un signo de asentimiento, como si le estuviera
felicitando o como si le estuviera reprendiendo pacientemente
por pensar mal de sus parroquianos; que de seguro que anoche,
mientras cenaban, le contó de nuestras querellas por lo que
oyeron desde su puesto de guardia los del retén salir por el
postigo.
Para hacerle justicia, entre pelotera y pelotera, Don Gedeón
nos ha ensayado unos gorjeos nuevos en los kiries del gregoriano de esta misa que dejan sin habla a quien óyenos
cantarlos. Que hasta han venido curas y vecinos de varias aldeas
contiguas a las que, valle arriba, les llegaba el eco de los
ensayos, para oírnos la misa entera, y está la Aldea de bote
en bote como nunca se había visto.
Don Gedeón, que ha empezado la celebración con miradas
torvas y recelosas, ahora se pavonea a carallo campante,
afollado como cola
de pavo real, viendo que contestamos y cantamos como un buen
rebaño de borregos siguiendo a su “Pastor”.
-
“OREMUS” Populum tuum, quáesumus, Dómine, contínua
pietate custódi: et beati Roooochi suffragántibus méritis....
Cuando ha nombrado a nuestro Santiño en su oración
propia, alzando la
voz y las manos hacia la hornacina, ganas le he visto al Alcalde
de tirarse al cuello del Clérigo; pero ha sabido contenerse,
porque lo acordado es lo acordado. Y el tiempo de nuestra
venganza se acercaba. Ya no faltaba nada para los Kiries, que
era nuestro momento...
El vozarrón de
Don Gedeón se ha elevado con esa fuerza y ese primor que no le
amparará en otras cosas, pero que es una gloria en el canto:
-
¡Kiriíéeee...éeéeéeeeeeeee....éeéeéeeee...éeéeéeléeeisóooooooon...!
-¡Nosotros
callados! ¡Ni esta boca es mía!
Don Gedeón ha agitado una mano nerviosa a su espalda
como arengándonos.
-¡Ni pío!
El Arcipreste, como si saliera de un embelesamiento místico,
se ha removido inquieto lanzándonos severas miradas mosqueadas.
-¡Silencio!
La gente de las Aldeas vecinas ha empezado a murmurar a
nuestras espaldas como si hubieran soltado en la Iglesia un
panal de abejas.
-¡Nosotros como muertos!
Don Gedeón ha vuelto a repetir otro sonoro “kiriéeeeeeeeeeeeeee....”
por si con él podía
arrancarle a nuestras entendederas la respuesta tantas veces
ensayada.
-
¡Nada! Como si no lo oyéramos.
Después de tres o cuatro nuevos “kiries”, cada uno de
ellos mas feroz y avizorante, Don Gedeón nos ha plantado cara.
Se ha puesto en jarras, abultando por todos sitios la blancura
brillante de sus vestimentas; ha hinchado el cuello; ha lanzado
el último “kirieeeeeeeee...”,
esta vez con voz rota por la ira, mientras salíanle chispas por
los ojos y, antes de echarse a llorar como un mocoso, con
jipidos que nos han roto el alma, se ha vuelto hacia el
Arcipreste y le ha gemido con el vozarrón quebrado y lastimero:
- ¿Lo ve usted? ¿Lo está viendo su Reverencia? ¡Si es
que son unos pecadores toreando sotanas a las puertas del mismísimo
infierno!
Gaviola de Aznaitín
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