GAVIOLA EN EL PAÍS DE LOS NADIE

V

¡Soy Masoquista!

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                                                                 ¡SOY MASOQUISTA!

 

 

 

 

 

 

(O de cómo Gaviola no daba una a derechas)

 

            La asociación de imágenes y el encadenamiento de ocurrencias  aparentemente desligadas son cualidades de las que una Escritora no puede prescindir a riesgo de tener que encomendarle el trabajo a musas menos productivas. Lo digo porque todo descubrimiento supuestamente maravilloso, toda decisión que he tomado en la vida, ha venido precedida de algún otro suceso, más o menos insustancial y sin gracia, que me ha llevado a ser –dicen por ahí- mi peor amiga.

            Ejemplo de ello es aquel episodio en que descubrí y decidí sobre mi particularísimo masoquismo y sus consecuencias, hoy por hoy impredecibles.

            Estaba a lo mío: intentar escribir algo medianamente decente para los juegos florales de uno de los pueblos colindantes. La verdad es que –como siempre fue habitual en mi- no se me venía nada a la cabeza de lo que no tuviera que avergonzarme ante mis musas, así que, por encontrarle a la vida alguna redondez, me puse a rotar  pensamientos y hechuras encima de mi silla giratoria hasta que mis torpezas le embistieron a las endebleces de mi pupitre de trabajo. Con un estrépito impropio del batiburrillo derramado, cayó al suelo uno de sus cajones, donde suelo guardar, junto a un todo indefinido de olvidos y desórdenes entrañables, lo más preciso para el oficio: plumillas de dibujo, clipes de colores (las cosas para mí tienen que ser de colores, pero esa es otra historia), tijeras sin puntas, lapiceros de distinta dureza de mina, tipex, etiquetas, anillas, y mil cosas más que casi nunca uso pero que, cual garduña menesterosa, almaceno, conservo y amontono desde tiempo inmemorial.

            Una servidora, como saben, desde siempre ha sufrido de bellísimos ojos inservibles -y perdóneseme la falta de modestia, que no es sino la compensación psicológica de lo que sigue-. Primero fue el astigmatismo, el que me hacía ver las fórmulas matemáticas sobre el encerado como un cuadro de evaporados bordes sin sentido, razón por la cual le colgaron a mis bellos ojos unos vidrios opalescentes que redimensionaron su belleza en extensiones bufas, pero que no dieron mejores resultados trigonométricos en mi boletín de calificaciones escolares. Después fue la miopía la que, a fuer de amansarme la mirada hacia ensoñadoras y románticas perezas, me llevó a negarle el saludo a aquellos pocos mozos –poquísimos- que por mí bebían los vientos, hasta que los burlados de saludo se olvidaron de mis ridículas gafotas. (Yo no tuve que olvidar sus caras porque siempre estuvieron extrañamente borrosas en mis retinas).

            Para cuando lo del cajón de los olvidos, algo más debía de tener ya en los ojos, y alguna abundancia de opacidad en el antrillo donde trabajo, pues, de repente, me pareció ver por el suelo un derrame de  hermosas gotas de cristal semejante a las del rocío otoñal, pero a lo bestia.

            No me paré a pensarlo dos veces. A falta de bríos para salir al jardín a chapotear helazones otoñales, y sin hacer siquiera amago de recoger cachivaches, preparé mi salto al vacío y eché pie saltarín sobre aquellas redondeces brillantes, imaginando canicas líquidas estrujadas por el arte de mis musas majaderas.

            ¡Nunca lo hubiera hecho!

            Ni alientos me quedaron para dar el respingo que mis talones exigían. Aquellas luminosas y periféricas aureolas no eran sino malditas chinchetas cromadas en platilla –ahora entenderán que mi afición a los colorines tiene su aquel- que se me habían clavado en las plantas de los pies con una saña semejante a la emburrada energía que yo había puesto en el salto.

            Aunque no se lo crean, pasado el primer momento de sapos y culebrinas, se me hizo el cuerpo a aquel dolor pulsátil, como de ida y vuelta, que recorría mis pies, subía piernas arriba tal que escalando musculaturas traseras, me apretaba las nalgas como reteniendo flatulencias impropias, y terminaban por latirme en las sienes después de dejar su rastro quejumbroso en la mismísima punta de mi deslenguada lengua lenguaraz.

            ¡Soy masoquista! –pensé mientras miraba, arrobada, los faralaes cárdenos que empezaban a formarse en torno a los brillantes lunares clavados en mis pies.

            ¿Soy masoquista? –Me pregunté alarmada al sentir que mi mente  le cedía el paso a la bobalicona contemplación de la escena frente a la premiosa necesidad de soltar tres o cuatro improperios de esos que nunca digo –por el qué dirán.

            ¡Soy masoquista! –confirmé, admirada, para mis adentros ante semejante carnicería contemplativa.

            Fue entonces cuando, por una extraña asociación de desvaríos entre primores imaginados y burbujas engañosas de cardenales sujetos con chinchetas, pintados a sangre y fuego, pensé por primera vez en casarme.  (Que no es lo mismismo que casarme por primera vez. Entre nosotros, la vida no me concedió una segunda oportunidad).

            Algún día, cuando lo haya comprendido yo misma, les hablaré de las luces y las sombras de aquella decisión mía. Por hoy, baste acudir en verso –no precisamente cervantino- al resumen de este episodio en que mucho me temo que se me ha ido la lengua:

¡LO CELEBRO!

            Quiere la lengua empezar
su tonta palabrería, 
 sin notar que todavía
se encuentra sin conectar...
el cerebro.

            ¿Cómo enhebro
el decir con el pensar?

             ¡Ay! que la lengua se empeña  
en el “dale que te pego”

Ya se arrepentirá luego
de buscarse tanta greña...
mentecata).

           ¿Cómo se ata
una lengua lenguaraz?

¡Cállate ya, lengua gorda,
rival de la tontería!
O, antes que se acabe el día,
te tiraré por la borda...
de los labios.                                          

             ¡Que son mis labios tan sabios
en poner freno a la loca
que se ha instalado en mi boca
cansando con sus resabios…!

             ¡Se ha callado!

¿Será que se ha conectado ya el cerebro?

            ¡Lo celebro! 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 
Gaviola de Aznaitín

 

           
 
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