Era un día de lluvia.
Me acuerdo que la luz era un balcón
de tibios humedales, que aún todas las
nubes
eran leves dibujos de algodones
y un velazqueño ocaso rondaba la
tormenta.
Y mi madre trenzaba sus cabellos
con el pausado vuelo de sus manos.
La sonrisa habitaba entre sus ojos,
una heredad de lumbre
acotaba su peine,
luminoso era el trigo que peinaba.
Y de pronto sentí
que muchas mariposas
encendían candiles en sus brazos,
que en su falda anidaban los llantos
de los hijos
y que aún en la hondura de su pecho
refugiaba mi cuerpo tembloroso.
Muy dulce era la lluvia
porque en su talle el sol se
estremecía,
una impronta de abril era su huella
y su rostro, el alado palpitar
del arco iris.
Y en aquellos momentos supe,
con esa triste certeza
de los años,
que alguna vez se iría para siempre.
Cristina Cocca
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