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						EL AÑO DEL VESTIDO AZUL 
						 
						 
						
						       
						
						
						Por aquellos años, y aunque no lo 
						pareciera, había tan poco dinero en casa que a mis 
						hermanas y a mí solo podían hacernos un vestido al año 
						para el invierno y otro para el verano  si es que no nos 
						“arreglaban” el del año anterior. Nos lo hacía nuestra 
						madre, con retales que compraba a mitad de precio en el 
						Comercio de “Dom. López. Tejidos y Novedades”. 
						
						        
						Hasta donde  alcanzaba la vista, los estantes de detrás 
						del mostrador del Comercio de Dom. López estaban llenos 
						de piezas de telas que a mí me parecían hermosísimas. 
						Cada pieza de tela había sido primorosamente  atada con 
						una cintilla de gasa de color claro: rosa… azul…, 
						verde…, amarillo…, de todos los colores. Por delante del 
						mostrador, en el suelo,  siempre había dos o tres 
						espuertas con retales,  de los restos y las sobras que 
						quedaban de aquellas piezas de tela de los estantes. 
						
						Cada vez que mis hermanas y yo íbamos con 
						mi madre al Comercio a rebuscar en las espuertas,  Dom. 
						López,  el dueño de “Tejidos y Novedades”, que hablaba 
						muy fino, arrastrando las eses de una manera que chocaba 
						en el pueblo, le estaba mostrando a la Doña Paquita, la 
						del  Zarandillo, sus mejores telas; y las desdoblaba, y 
						las extendía unas sobre otras  por todo el mostrador 
						haciendo que al aire del Comercio se le arreciara su 
						olor a seda. 
						
						La Doña Paquita pasaba sus manos pequeñas 
						y regordetas, llenas de sortijones, por las telas 
						desplegadas, y suspiraba desde lo hondo tal que si 
						estuviera arrullando gatos, y Dom. López parecía 
						derretirse con ella cuando la escuchaba decir: -¡Ay qué 
						primor de trapos, Dom. López-. Y él le contestaba 
						embelesado: -Para ussstezzz Domitilo, Doña Paquita, para 
						ussstezzz   Domitilo a secas. Y ella le respondía 
						melosa: -¡Ay, mire usted!, que cuando usted llegó al 
						Pueblo, y puso en el toldillo el nombre del comercio, 
						todos pensamos que lo de “Dom” era por lo del 
						tratamiento, con esas maneras de marqués que tiene! Y 
						él, sofocado: -Usted sí que tiene porte, Doña Paquita, 
						que tal parece que fuera una señora-. Y seguía 
						desdoblando piezas de tela mientras, entre arrobo y 
						arrobo, lanzaba vigilantes miradas hacia las espuertas 
						donde mi madre revolvía con discreta dignidad. 
						
						Aunque decían que Dom. López, el dueño de 
						“Tejidos y Novedades”, era muy roñoso, a mis hermanas y 
						a mí, cuando íbamos al Comercio, siempre nos regalaba 
						alguna de las cintas de colores con las que se ataban 
						las piezas de tela, aunque mi madre no comprara nada. Y 
						mi madre siempre le daba las gracias con un ligero aire 
						de lejanía, remarcando el “Dom. López” como si quisiera 
						hacerle ver que ella no admitía familiaridades. 
						 
						
						Esas cintas eran como pequeños tesoros en 
						mi desguarnecida caja de juguetes. 
						
						Las hijas de la Doña Paquita estrenaban 
						dos o tres vestidos en cada temporada: por Navidades, 
						por la Candelaria, por Semana Santa, por los Mayos... 
						Mis hermanas y yo solo estrenábamos un vestido dos veces 
						al año, ‑si lo estrenábamos-,  y solía ser por otoño y 
						por primavera, cuando más restos de tela había en las 
						espuertas del Comercio de Dom. López.  
						
						Los vestidos de las hijas de la Doña 
						Paquita solían ser hermosos; los nuestros eran raros. 
						Tan imaginativos como permitían las anchuras de los 
						retales que encontraba en las espuertas nuestra madre, 
						que siempre nos decía que nos iba a hacer vestidos 
						“combinados” como si aquello fuera el mayor de los 
						lujos.  Y en efecto que combinaba unas telas con otras, 
						y les añadía un peto de piqué, un volante aquí, un 
						entredós allá y unos madroñitos colgando de las 
						baberolas y de las capichuelinas que les ponía hasta 
						convertir aquellos retales en lo más peculiar del 
						pueblo. 
						
						Mi madre, tratando de mantener en alto su 
						dignidad de niña bien machacada por las circunstancias, 
						le contaba “discretamente” a la Sacristana, -que era la 
						que corría y publicaba las comidillas del pueblo-, que 
						sacaba los patrones de la revista “MUJER”, que venía de 
						París, o de Madrid, -no recuerdo bien-, y cuya 
						suscripción le pagaba mi abuela para que siguiera 
						cosiendo como debía ser. Las madres de las otras “niñas 
						bien” del pueblo, las que compraban las telas al corte 
						varias veces al año,  se movían entre la guasa de 
						conocer nuestra pobreza y la envidia de lo imprevisible 
						y caprichoso de nuestros atuendos, copiados de la 
						revista “MUJER”. 
						
						Aquel año, cuando yo iba a cumplir los 
						doce, mi madre encontró en una de las espuertas del 
						Comercio de telas “ Dom. López, Tejidos y Novedades”  un 
						rollo entero de tela azul que, de vez en cuando, tenía 
						una falla en el entramado que la hacía inservible para 
						la venta de las Doñas Paquitas del Pueblo, y que Dom. 
						López, el amo del Comercio, le ofreció a mi madre 
						arrastrando las eses de aquella manera chocante, al 
						brindarle semejante “fantasssstica ocassssssión que 
						tenía de adquirir una tela tan  maravillosa que todavía 
						no sssabía por qué le había dado por rebajar sin motivos 
						para ello”. Y se dirigía a mi madre con sus aires 
						marrulleros y pegajosos sin poder acabar de disimular 
						la   repugnancia que le producía  la  pobreza, 
						levantando los retales desde las espuertas con dos 
						dedos, como si estuvieran contagiados de miseria. 
						
						Mi madre se dio cuenta de las marras  del 
						tejido, pero enseguida concibió en su imaginación el 
						vestido que podría hacernos con aquella hermosísima tela 
						azul. Y no tardó mucho en imaginar que aquellas fallas 
						en la tela se podrían ocultar con florecillas hechas de 
						piconela blanca arrebujada por los picos de uno de los 
						lados y añadiéndole en el centro de la florecilla los 
						pequeños bodoques amarillos que ella hacia, enrollando 
						en la aguja el hilo, y apuntándolo luego sobre la tela, 
						como un nudo engrosado y bien sujeto. 
						
						Así fue como el año en que yo iba a 
						cumplir doce estrené un hermoso vestido azul hecho de 
						una sola pieza, sin combinaciones de otras telas, y 
						moteado todo él por innumerables florecillas blancas de 
						centro amarillo, que en el peto del vestido se 
						desmandaban ligeramente como si no se pudieran mantener 
						derechas encima de unas  incipientes turgencias. 
						 
						
						Y aquel verano, cuando estrené el vestido 
						azul, cuidadosamente almidonado y arbolado sobre el 
						viejo can-can de otros años, me sentí tan guapa que casi 
						se me saltaron las  lágrimas. 
						
						Al empezar las vacaciones, como cada 
						verano,  vinieron mis primas de Madrid a veranear a la 
						Casona de los abuelos. Ellas eran ricas, porque su 
						madre, hermana de la nuestra, había hecho caso a las 
						buenas razones de mi abuela y se había casado con un 
						ingeniero. Pero aunque nuestras madres se llevaban a 
						matar, y aunque mi tía Adelita no se recataba en 
						demostrar  sus desaires hacia mi padre por su humor 
						campechano y ruidoso, pero, sobre todo, por ser “un 
						donnadie” como ella decía,  las primas nos llevábamos de 
						maravilla. Con la que mejor me llevaba y con la que 
						compartía en los veranos alcoba y cama era con mi prima 
						Carlota, que era un poco mayor que yo, y que se quedó 
						como alelada la tarde que estrené el vestido azul y me 
						dijo que parecía comprado en Madrid. 
						
						Como cada verano en cuanto nos juntamos 
						nos pusimos  a organizar nuestras vacaciones 
						atropelladamente,  aunque la abuela, como solía hacer,  
						ya nos las tenía planificadas con todo detalle: por la 
						mañana desayuno de huevos fritos y tostadas con ajo, sal 
						y aceite, (¡que lujo!), en la mesa de piedra del jardín; 
						luego estudio hasta las doce, media hora en la cocina 
						para aprender a hacernos mujeres y, enseguida, los baños 
						hasta la hora de comer, en aquella alberca de aguas 
						limpísimas llenas de ovas, de ranas y de cabezones. Los 
						pequeños y rígidos rituales de la comida nos servían 
						para espiar los remilgos de mi tía Adelita frente a las 
						intencionadas provocaciones de mi padre, quebrantando 
						exageradamente las normas de las buenas maneras que 
						trataban de imponernos. Y, sobre todo, nos servían para 
						reírnos por lo “bajini” de las guerras de los mayores. 
						
						Por la tarde siesta. Luego, las niñas una 
						hora con la modista para aprender “lo nuestro”,  
						y…¡tiempo libre hasta las nueve de la noche! 
						
						 Me di cuenta enseguida de que, aquel 
						año, mi prima Carlota estaba cambiada, como si estuviera 
						aprendiendo a ser mayor y quisiera enseñarme a mí unas 
						desenvolturas que ella no acababa de saberse del todo. 
						Lo noté, antes que nada, porque puso mala cara cuando le 
						pregunté si íbamos a ir por las tardes al Tejar. Allí 
						era donde pasábamos las horas otros años, enfundadas en 
						rústicos calzones de gabardina vieja, haciendo 
						cacharricos  con las pellas de barro que el Tejero nos 
						daba cada día. A mi prima Carlota ya no le divertía lo 
						de hacer cacharricos de barro. A mí sí que me pedía el 
						cuerpo enfangarme en aquella greda suave y amarillenta 
						que guardaba, de un día para otro, en el hueco del grifo 
						de la manguera del jardín, envuelto en un pedazo de tela 
						de saco remojado para que no se me resecara; pero, por 
						otra parte, también me entraba un gusanillo de ilusión 
						cuando pensaba en poder lucir mi vestido azul 
						pavoneándome entre los muchachos del pueblo que venían a 
						pasear por la carretera que rodeaba la Casona de los 
						Abuelos, como pimpollos, con sus pantalones largos 
						blancos y sus polos azules. Y sólo con pensar en 
						mancharme con el barro mi vestido azul me dejaba sin 
						alientos. 
						
						 Aquel verano, mi prima Carlota había 
						traído de Madrid un hermoso cazamariposas de color verde 
						con mango de madera oscura y pulida, y cuando me lo 
						enseñó me dijo en secreto que, con la disculpa de cazar 
						mariposas,  podíamos subir hasta la carretera y meternos 
						entre “los chicos” como sin querer. Pero yo me sentía 
						como las tontas corriendo detrás de ella sin nada en las 
						manos. Mi madre se dio cuenta enseguida de por qué 
						estaba tan mohína. Y a ella le entró un despecho cuando 
						mi tía Adelita le dijo, como quejosa, algo de que sus 
						propias hijas tenían que verse  afrentadas por su mala 
						cabeza… 
						
						En el Bazar del Pueblo no vendían 
						cazamariposas. Ni me lo hubieran comprado aunque lo 
						hubieran vendido, -que los dineros, en mi casa, aunque 
						no se dijera, se necesitaban para otras cosas cada día-. 
						Tampoco mi abuela estaba por la labor de perder la 
						ocasión de hacer que mi madre pagara su descarrío aunque 
						fuera a costa de la penitencia de sus propias nietas. 
						Pero mi madre, a quien le crecían los recursos ante la 
						desazón y siempre tenía un remedio para tapar todas las 
						carencias que su calamitoso matrimonio le había traído, 
						enseguida buscó la forma de que yo tuviera un 
						cazamariposas: con un alambre y un retal de tarlatana 
						que encontró en alguno de los canastos del cuarto de 
						costura, y con la maña que nace de la necesidad callada, 
						ella misma me lo hizo, retorciendo el alambre del final 
						del aro sobre una vareta de adelfa cuidadosamente 
						descascarillada que le puso por mango, y  cuya 
						ramplonería no pudo aminorar la alegría que me produjo 
						tenerlo. 
						
						         Así fue como mi prima Carlota, 
						de trece años, y yo que iba a cumplir doce, acicaladas 
						cada tarde con nuestros vestidos nuevos, empezamos a 
						subir a la carretera con la disculpa de que íbamos a 
						cazar mariposas. Y así fue cómo, entre carreras y 
						persecuciones a los pobres y delicados insectos,  
						empezamos a aprender grititos muy distintos a los de 
						veranos anteriores, y a mirar de lejos a los muchachos 
						del Pueblo, -“los chicos” como decía mi prima Carlota-,  
						y luego a acercarnos a ellos corriendo, como si fuéramos 
						persiguiendo a nuestras dulces víctimas que nos teñían 
						los dedos de un efímero polvillo de plata y nos ayudaron 
						a aprender cosas que a duras penas intuíamos. 
						
						Así fue como mi prima y yo empezamos 
						primero a mirarnos disimuladamente con dos de ellos, 
						desde lejos, y luego a hablarnos con  aquellos muchachos 
						de los que ya no recuerdo ni el nombre, pero que me 
						hicieron sentir unas cosas por dentro que nunca antes 
						había sentido, como si me azorara y me muriera de 
						alegría y de miedo. Luego, por la noche, mi prima 
						Carlota y yo hablábamos de ellos atropelladamente, y 
						ella, aunque yo no lo entendía bien,  me contaba por qué 
						se escondía con su chico debajo del puente de la 
						carretera donde nadie podía verlos; y nos entraban ganas 
						de no sabíamos bien qué cosas. 
						
						Algunas noches, ciegas por desasosiegos 
						rarísimos, después de cuchichear por debajo de las 
						sábanas, nos abrazábamos una a otra… y llorábamos a 
						borbotones hasta quedarnos dormidas sin saber muy bien 
						qué nos estaba pasando. Creo que aquellas fueron las 
						primeras intuiciones  y devaneos que tuve sobre el amor. 
						
						Lo mas importante de aquel verano es que, 
						de pronto, con mi vestido azul lleno de margaritillas de 
						piconela con bodoques amarillos, me empecé a sentir la 
						mas guapa  del mundo delante del muchacho del que no 
						recuerdo ya su nombre, y a desear serlo siempre… 
						siempre… siempre… para él. Y que él, que me miraba con 
						desaliento desde unos ojos escondidos en su cabeza 
						agachada, me esperara siempre… siempre…, ¡siempre!, 
						hasta que fuéramos grandes y pudiéramos hablarnos sin 
						que nadie se nos pusiera por enmedio. Y que no nos diera 
						miedo oírle decir a los que pasaban: 
						
						- ¡Míralos! Esos dos se están queriendo. 
						¡Tan jovencicos…! Ni que ella fuera a salirle a la 
						madre. ¡Mira que poner sus ojos por debajo de su cuna! 
						¡Si es que los del Cortijo del Aire cada vez van 
						degenerando más, que mira cómo están desmejorando su 
						sangre! ¡No aprenderán…! 
						
						Muchas noches, durante aquel verano, mi 
						prima Carlota intentó explicarme lo que pasaba debajo 
						del puente. Pero a ella le faltaban palabras y a mí me 
						faltaba entendimiento para ponerle palabras a lo que nos 
						estaba pasando. Y cuando las palabras nos faltaban nos 
						apretábamos una contra otra por debajo de las sabanas y 
						acechábamos, espantadas, el lenguaje de nuestros 
						cuerpos, mientras yo, deseando sosegar mis propios 
						terrores, intentaba inútilmente olvidarme de lo que me 
						habían enseñado en la catequesis y que aquel verano 
						empezó a convertirse en una obsesión que me atosigaba 
						con amenazas  terribles e inconcretas. 
						
						Una tarde, cuando ya se acababa el 
						verano, mientras correteábamos detrás de una mariposa 
						amarilla con manchas negras en las alas, empezaron a 
						caer unos gruesos goterones de lluvia que levantaban a 
						su alrededor círculos de polvo al chocar contra el suelo 
						reseco. Vi que mi prima y su “chico” corrían a 
						refugiarse debajo del puente. Yo quise seguirlos pero mi 
						amigo me tomó de la mano y, suavemente, como sin querer, 
						me arrastró hasta la Cueva del Gato que estaba en el 
						cerrete de por encima de la carretera. Cuando nos 
						refugiamos en la penumbra de aquella recacha el aire 
						olía a electricidad y a desasosiegos. Nos sentamos en el 
						suelo y permanecimos en silencio; yo sin querer pensar 
						en nada, y él, con aquella mirada gacha y obstinada de 
						siempre, fija en el peto de mi vestido. De repente me 
						preguntó: 
						
						- ¿Cuántas hay...? 
						
						Yo no sabía a qué se refería, pero sus 
						ojos, fijos sobre mi pecho, me azoraban hasta el límite 
						de las lágrimas. A él también le brillaban los ojos. 
						Entonces levantó su mano, extendió un dedo y lo dirigió 
						lentamente hacia una de las margaritillas de piconela 
						del peto de mi vestido azul y con una voz muy bajita y 
						muy ronca empezó a contar: 
						
						- Una..., dos..., tres... 
						
						Así fue contando margaritas hasta la 
						octava. Luego, siempre muy bajito, siguió señalando las 
						florecillas  mientras murmuraba como para sus adentros: 
						
						- Me quiere..., no me quiere...; me 
						quiere..., no me quiere... 
						
						Aunque casi no me tocaba, con  cada roce 
						de su dedo yo sentía en la espalda como un calambrazo... 
						como si me estuvieran atravesando con un alfiler. Era a 
						la vez sugestivo y doloroso. Y en esos momentos se me 
						vino a la cabeza lo que hacíamos mi prima Carlota y yo 
						con las mariposas que cazábamos cuando las pinchábamos 
						vivas sobre el fondo de las cajas de cartón después de 
						emborracharlas metiéndoles la cabecilla en alcohol. 
						
						No sé cuánto tiempo pasamos allí. Sé que 
						se me cortaba la respiración, que se me iban amontonando 
						cosas por dentro. Hasta que no pude contener dos 
						lágrimas gordas y calientes como los goterones de lluvia 
						que nos habían empujado hasta la Cueva del Gato. Tenía 
						que decir algo o me moriría allí mismo. 
						
						-Mañana nos vamos-, le dije en un 
						susurro.  
						
						Él se quedó parado con el dedo en el aire 
						y dejó de contar margaritas el tiempo justo para pasarse 
						el dorso de la mano por sus ojos gachos y para tragarse 
						una súbita ronquera entristecida. Luego reanudó 
						porfiando con obstinación: 
						
						-Me quiere…, no me quiere…, me quiere…, 
						no me quiere… Y, sin saber cómo,  nos abrazamos durante 
						unos segundos apresuradamente, con una torpeza infinita. 
						
						A la mañana siguiente mi prima Carlota se 
						fue a Madrid con sus padres en el coche negro y 
						reluciente de mi Tío. Cuando nos abrazamos para 
						despedirnos tuve la sensación de que me despedía para 
						siempre de una parte esencial de mi vida. Nosotros, mis 
						padres, mis hermanas y yo, tomamos la camioneta de 
						viajeros que iba a la estación del tren para regresar a 
						nuestra casa.  
						
						Al pasar por debajo del motecillo de la 
						Cueva del Gato lo vi allí,  subido sobre un risco, 
						agitando los brazos de una manera que me recordó el 
						triste aleteo de nuestras  mariposas agonizantes 
						pinchadas sobre el fondo de las cajas de cartón. Creo 
						que aquella tarde comprendí todo el dolor del cuerpo 
						traspasado de las mariposas y su agonía solitaria.
						 
						
						Lo último que pude divisar antes de que 
						la Camioneta tomase la curva de la Loma, y lo último que 
						recuerdo de aquel muchacho, fue verlo subido sobre un 
						risco, recortado contra el cielo anaranjado del 
						atardecer como una silueta negra, cerrando sus brazos 
						sobre sí mismo como si quisiera dibujar en el espacio el 
						recuerdo de nuestro efímero abrazo de la tarde anterior. 
						
						Yo iba llorando. Estoy segura de que 
						también él se quedó con los ojos requemados por las 
						lágrimas. Y, en medio de aquella pena lacerante, me 
						alegré de que no pudiera verme porque, para el viaje, me 
						habían puestos los viejos y horribles calzones de los 
						otros años para que no me manchara mi único vestido de 
						aquel verano con la carbonilla del tren. 
						
						         Eso fue cuando iba a cumplir 
						doce años y dejé de ponerme por las tardes los calzones 
						de gabardina vieja con los que antes iba al Tejar a 
						hacer cacharricos de barro.  
						
						  
						
						Fue el año del vestido azul. 
						
						Gaviola de   Aznaitín. Otoño 1997
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