Porque una cosa es dar motu proprio
una opinión particular, y otra hacer una
afirmación verosímil, vuelvo sobre la forma
que puede considerarse correcta en la
utilización actual de viejas locuciones de
origen latino que se han empeñado en
naturalizarse en nuestra lengua.
Lo primero, el dar una opinión, se puede
hacer sin mayores cautelas siempre que se
tenga una mínima base para la exposición de
la particularísima apreciación. Lo de sentar
un aserto es otra cosa; necesita de una
documentación contrastada y explícita con la
que el locutor (hablante) disipe cualquier
sospecha de empecinamiento personal, y el
interlocutor (oyente) pueda abundar y
comprobar la asepsia de lo dicho.
En efecto, prima facie, y como
apuntaba nuestro Forero Claudio con su
habitual y exquisito tiento, la forma culta
–entendiendo por culto algo más académico
que lo opuesto a vulgar-, es mantener la
doble consonante de “grosso”,
y respetar la segunda “erre” en “proprio”.
Sin embargo, echando mano de los pocos
vestigios que quedan de mi remoto
bachillerato, y después de algunos husmeos
por manuales más autorizados que la propia
intuición, me atrevo a sostener lo que,
mantenido en el Renacimiento hubiera sido
causa de condena a morir tostados en la
hoguera (vuelta y vuelta) acusados de
herejía léxica: in hoc témpore,
la elusión de ambas consonantes resulta
tan (¿políticamente?) correcta como su
mantenimiento.
Trae su última razón este aserto de un
manualito tan breve y conciso como el libro
de José Rogerio Sánchez
<NOTICIA HISTÓRICA DEL DESARROLLO DE LA
LENGUA ESPAÑOLA>. (Edt. GARCÍA ENCISO, 7ª
Edic., Madrid, 1943). En este antiguo
librito, después de un estudio tan minucioso
como sucinto de la evolución de las
distintas lenguas y dialectos hispanos
primitivos anteriores a la dominación
romana, (p. e., la lengua Ibera o Ibérica de
la que pudiera traer razón el Vascuence),
entra a desarrollar lo que él llama la
“latinización ineludible de muchos de sus
vocablos (pág. 14).
No me resisto a recoger una cita específica
de este Autor cuya noticia siempre me
sorprendió; me refiero al hecho de que,
según afirma el profesor Rogerio Sánchez,
hacia el año 80 antes de J., el General
Romano Sertorio fundó en Huesca (Osca) “una
muy celebrada escuela de Gramática para los
españoles” (pié de pág. 19), de forma
que, como es sabido, el gran logro del
pueblo romano fue su empeño en la
unificación lingüística de las tierras que
conquistaban sus huestes, porque es con ello
con lo que conseguían que los “conquistados”
no se sintieran tales, sino que
interiorizaban su nueva situación con una
“fusión” con el Imperio del que, al poder
entenderse mal que bien, se sienten
ciudadanos y no lacayos. Todo lo anterior es
necesario para entender por qué el latín,
que no era sino la lengua de un territorio
tan exiguo (dentro del Gran Imperio) como el
Lacio, (Lazio o Latium)
adquiriese las dimensiones necesarias como
para ser madre y origen de las lenguas
romance.
(Tengo para mí que hubo otras formas de
“entenderse” no tan lingüísticas como
prácticas; pero tales devaneos nos
apartarían del tema por caminos demasiado
frívolos como para seguir en ello, sin
perjuicio de mantener que “el boca a boca”
es la mejor forma de idiomatizarse).
De esta fusión interlingue, en la que
la preponderancia de latín no es óbice para
la incorporación y asimilación de voces
foráneas de distinto origen, (Ibero,
Toscano, Galo, Germano, Árabe, etc.),
nacerían, necesariamente, nuevas formas
evolutivas del lenguaje que, a pesar de los
grandes esfuerzos de los eruditos, no se
pudo evitar que las trasformaciones vulgares
se consolidasen y se asumiesen como formas
cultas que acabaron dando vida a nuevas
criaturitas idiomáticas.
Hasta tal extremo es así que hasta la lengua
escrita cede a la influencia evolutiva, de
tal manera que el latín más conspicuo, que
era al uso como forma escrita, es poco a
poco “colonizado” por el latín-romance, en
el que se dan fenómenos que tienen mucho que
ver con el interrogante que le da título a
este pequeño trabajo.
Así es cómo, entre otros fenómenos
esencialmente regionales/provinciales, tales
como la modificación en la diptongación –tauro
por toro-, o la evolución gutural de ciertos
sonidos –jenair, janeiro por enero-,
se llega a impregnar la lengua escrita de
la fuerza dominante de la lengua hablada, en
la que se produce la desaparición o
modificación sustitutiva de grupos
consonánticos (palumbaà
paloma; plorarà
llorar); e incluso la desaparición
radical de determinadas consonantes finales
(p. e., la “m”), dejando supervivientes sólo
unas pocas (l, n, z…).
El culmen de esta modificación
evolutiva del latín escrito lo encontramos
en el curiosísimo fenómeno de la aljamía,
al que el Autor a que venimos
refiriéndonos (o. c.) denomina “lengua
bastardeada” y que no es otra cosa
que la reproducción en caracteres no latinos
(el árabe p.e.) de vocablos puramente
latinos, de lo que resultan los famosos
Libros Aljamiados (S. XVI y XVII).
Para ir concluyendo, tomo prestado un par de
párrafos del Capítulo XIV del Libro citado,
en el que, bajo el enunciado de Índice
de las más notables transformaciones en
nuestro romance, sostiene:
Las consonantes dobles pasan sencillas
al castellano: flamma hará flama;
grossu, grueso… No pocas veces… para
facilitar la pronunciación y evitar la
desagradable concurrencia de lr, nr, mr,
etc., se procedió a introducir una letra
eúfonica; así: tenre=ten-d-ré;…
Las leyes eufónicas, dando lugar a
modificaciones y dislocamientos de las
palabras madres, y las figuras de dicción
explicadas por la metamorfosis de adiciones,
supresiones, metátesis, contracciones,
asimilaciones y disimilaciones, nos hacen
ver claramente los momentos críticos de la
lengua, y permiten llegar a afirmaciones
científicas que son las leyes que se han
podido ir formulando a la luz de la
Gramática histórica. [el enfatizado
en negrita es nuestro].
Abundar en el tema sería tanto como
traspasar los límites de esta pequeña
exposición con la que (a los efectos de que
los que saben no acaben partiéndome la cara)
pretendemos (¡toma uso de “nos”
mayestático!) apoyar nuestra afirmación
inicial: que tan correcto es
decir/escribir “grosso modo” o “motu proprio”
como “groso modo” o “motu proprio”.
Porque, como sostenía Ramón Menendez Pidal
(Gramática histórica), o Jaime Oliver Asín
(Historia de la Lengua Española), o Rafael
Lapesa con una obra de idéntico título, el
maridaje entre el lenguaje culto y el decir
popular fue el elemento dinamizante de
viejas formas arcaicas hacia nuevos morfemas
y fonemas tan asumibles como sus raíces.
Groso modo, esto es lo que me proponía:
justificar que “alzarle una “s” a “grosso”,
o birlarle una “r” a “proprio”, no es –valga
la redundancia- algo surgido motu proprio,
sino la expresión instintiva de lo que
estudié hace ya tantísimos años que ni me
acordaba de mis porqués.
Metatésica y transpositora que es
una.
¡Qué le
vamos a hacer!
Gaviola en Marineda. En un 15 de Enero de
2009 |